Fue una época de impuestos y gastos públicos a la baja y desregulación… y una enorme inflación crediticia espoleada por la Reserva Federal. La Bolsa subía como la espuma y con ella la fortuna de Matt. Pero la crisis de 1929 le arruinó por completo.
Un día caminaba por las calles de Nueva York con su ropa y un centavo por toda posesión. Estaba dispuesto a deshacerse de todo su dinero por entrar en un urinario público, pero coincidió que salía otro ciudadano de allí y se ahorró tener que introducir su moneda para poder entrar.
Ese día vio un tumulto de niños en torno a un humilde puesto. Había un vendedor que, por un centavo, entregaba unos muñecos recortados sobre un papel. Le dio su moneda y se llevó el recortable. Matt cambió de barrio y lo vendió por dos centavos. Volvió entonces al puesto y compró dos. Y repitió la jugada hasta que pudo comprarse tijeras y papel. Fue un renacer humilde, pero llegó a crear su propia empresa en un garaje, junto con su socio Elliot Handler. Juntaron sus apellidos para llamar a la compañía Mattel, cuyo primer logo recordaba aquél recortable que le salvó la vida. Matson jamás volvería a vivir en la lipidia.
Esta historia muestra dos cosas. La primera es que el sueño americano es una realidad. Las oportunidades están en la calle, esperando a que alguien tenga la visión necesaria como para percibirlas y aprovecharlas. Pero para ello son necesarias una moneda que no se degrade y la libertad de emprender.
La segunda es que Matson, acaso por su experiencia en el mundo de la economía, sabía apreciar cuándo un bien es escaso y tiene un precio anormalmente bajo. Fue su empresarialidad, su familiaridad con los precios y el mercado lo que le hizo darse cuenta de que allí, en ese humilde puesto, había una oportunidad de beneficio. No la dejó escapar.