Este movimiento desató considerable polémica, puesto que afectaba a medios de comunicación (lo que supone un riesgo para la pluralidad informativa), pero también por su novedad.
Sin embargo, el problema de las frecuencias tiene las raíces bastante más profundas que en lo ocurrido la semana pasada. El espectro radioeléctrico constituye un activo básico, indispensable, para el suministro de determinados servicios, como son la televisión convencional (la que vemos normalmente en nuestro aparato), la telefonía móvil o la radio. Las empresas dedicadas a esto construyen su negocio sobre estas frecuencias, de la misma forma que otras lo hacen sobre un solar o sobre una marca comercial.
Estas últimas adquieren sus terrenos o promocionan su marca comercial con una cierta seguridad de que nadie se los va a quitar, pues son de su propiedad, y se supone que existe un marco jurídico que protege sus derechos. En cambio, las primeras carecen de esta certeza sobre su activo principal, la banda de frecuencias, puesto que sólo las tiene en concesión por un periodo más o menos largo, pasado el cual revierte de alguna forma al Estado, quien puede replantearse su utilización. Las empresas que se dedican a la radio o a la telefonía móvil no pueden garantizarse de forma alguna la disponibilidad del recurso más importante para su negocio.
Así pues, actividades enteras y cientos de puestos de trabajo reposan sobre el supuesto de que el Estado va a mantener el statu quo en cuanto al uso de las frecuencias. Y, hasta ahora, parecía ser así. La decisión del CAC, no obstante, nos devuelve a la cruda realidad: las frecuencias han sido arrebatadas al mercado por los Estados y su utilización no responde a las preferencias de los ciudadanos, sino a las de los políticos.
En esta línea hay que entender también las recientes presiones de las Comunidades Autónomas por hacerse con mayor parte del pastel, hasta ahora en manos del Gobierno de España (con la excepción, precisamente, de la radio y de algunas frecuencias de TV).
Es evidente que la solución a este problema pasa por permitir que las frecuencias sean como cualquier otro activo. Que se pueda adquirir su propiedad y se puedan realizar con ellas las distintas transacciones habituales en otros bienes. Vamos, que salgan de la órbita del control de las Administraciones Públicas. Así se ha hecho en algunos países de Centroamérica, dando lugar a considerables beneficios para los ciudadanos, en forma de precios y servicios.
Mientras no se haga así, el uso de las frecuencias producirá, además de las familiares interferencias técnicas, otras mucho más dañinas, éstas sobre el funcionamiento de los mercados y la iniciativa de los agentes.