El pensamiento único a propósito de los impuestos es muy claro: los únicos impuestos realmente malos son los que aún no se pagan. De ahí su permanente insistencia en la valerosa “lucha contra el fraude fiscal”, un fraude que por descontado es lo peor del mundo y sólo se explica por la maldad y el egoísmo de unos indeseables.
Nada de esto soporta un análisis ni siquiera somero, porque resulta patente que tal enfoque brota de una pura comodidad política, dado que parte de la base de ignorar a los ciudadanos, que podría explicar sin mucha molestia que los impuestos que sí se pagan no son precisamente santos de su devoción. Los mismos ciudadanos, además, sirven para demostrar que el fraude no es un mal social sino una reacción lógica de defensa ante la presión fiscal.
La explicación es doble. Por un lado, la maldad humana podría dar cuenta de los ladrones, los asesinos o los violadores, pero el llamado fraude fiscal es demasiado numeroso como para argumentar que brota de dicha maldad. En efecto, una sociedad con millones de asesinos sería inviable, mientras que hay millones de defraudadores que, aparte de dicha rebeldía, no resultan sujetos antisociales. Por otro lado, si la economía sumergida en España ha sido estimada en torno al 17 % del PIB, tampoco es ello tan espectacularmente alejado del 10 % de la circunspecta Alemania o el 12 % de los admirados socialdemócratas nórdicos.
También es absurda otra estratagema que consiste en aducir que los contribuyentes son en España esquilmados por culpa de los defraudadores, y que si el fraude disminuyera podrían bajar los impuestos. En décadas recientes en nuestro país ha aumentado considerablemente el número de personas sometidas a Hacienda, al mismo tiempo que la presión fiscal también se incrementaba hasta niveles récord.