No así los cinco millones de parados al que este anacrónico sistema, directo heredero del corporativismo propio del fascismo, nos ha terminado abocando. Porque sí, la responsabilidad es suya, por mucho empleo que creáramos durante la primera mitad de la pasada década. Al cabo, las bondades de una regulación no deberían medirse en tiempos de burbuja, sino en tiempos de depresión: generar empleo en medio de un auge artificial, cuando incluso los ladrillos de Seseña valen un Potosí, carece de mérito; crearlo durante una crisis, cuando casi todos los factores tienen que recolocarse para minimizar los quebrantos, sí supone la auténtica prueba del algodón.
Y, en este sentido, el mercado laboral español sólo ha avanzado a golpe de manguerazo crediticio. Si la borrachera del endeudamiento superaba las innúmeras rigideces que engrilletan a los empresarios y trabajadores españoles, entonces el paro caía; si, por el contrario, nos cerraban el grifo, el paro se disparaba. Así hace 20 años, así ahora. Mas ni entonces ni ahora nuestros patrios sindicatos mostraron la más mínima preocupación; a la postre, este sistema es su sistema, del que viven y maman rapiñando la riqueza que nuestros millones de parados podrían haber creado en caso de que se les hubiera permitido.
De lo que se trata en estos momentos, digámoslo con claridad, es de desmantelar la negociación colectiva para que los salarios y las condiciones laborales de los millones de parados españoles se adapten a la realidad actual, que no es la del pelotazo inmobiliario (tan del agrado de la progresía que gusta de vivir por encima de sus posibilidades), sino la de la resaca de los excesos previos. Sin ajuste no habrá oportunidades de negocio, sin oportunidades de negocio no habrá empleo, sin empleo no habrá crecimiento y sin crecimiento no habrá margen para devolver nuestra cienmilmillonaria deuda.
Así las cosas, podemos desmantelar la negociación colectiva sin medias tintas o erosionándola desde dentro: eliminando la ultraactividad de los convenios, dotando de preponderancia a los convenios de empresa frente a los sectoriales y dejando fuera de su camisa de fuerza a las pymes. En roman paladino: se trata de que Méndez, Toxo y Rosell dejen de redactar el contrato laboral que yo puedo –o no puedo– suscribir. No más, pero tampoco menos.
Por ello, el puñetazo sobre la mesa de los sindicatos, su enfado, su indignación, pues, es esperanza de recuperación. Tenue, pero esperanza. No en vano, los sindicatos jamás habrían firmado un acuerdo que supusiera su suicidio; la voladura casi total de sus privilegios, de los que viven ellos y su clientela. Llevan en su naturaleza sobrevivir como lo que son: la reinvención del sindicato vertical. Ahora, perdido un precioso año, la pelota vuelve a estar allí de donde nunca debió escapar hace ya un año: sobre el tejado del Gobierno o, más bien, sobre el tejado de nuestra acreedora Merkel. ¿Volverá a dejar que Zapatero le tome el pelo, como hizo con la reforma laboral del año pasado, o levantará, por fin, el acta de defunción de esa bacanal de prebendas sindicales cuyo desproporcionado coste nos está conduciendo a la bancarrota? Desconfíen, así la decepción será menor.