En realidad, la única diferencia respecto al modelo estatal era que, a partir de su privatización, el servicio sería prestado por empresas privadas, cuyo beneficio dependería exclusivamente de la eficiencia con que satisficieran las necesidades del consumidor. Quiero decir que las leyes de la física seguirían siendo las mismas, aunque los trenes no fueran ya más conducidos por funcionarios malhumorados. Recuerden lo que hemos repetido tantas veces en esta columna: la Naturaleza no es nada, nada, nada progresista. Se siente.
Recientemente se han cumplido diez años desde la privatización de los ferrocarriles británicos. Pues bien, para asombro de los profetas del apocalipsis ferroviario, la realidad ha sido exactamente la contraria. Gran Bretaña ha experimentado en estos diez años, de largo, el mayor crecimiento en transporte ferroviario de toda Europa, con veinticinco compañías privadas operando en el sector, mientras que la proporción de accidentes no ha dejado de reducirse hasta situarse en una de las más bajas de Europa, 0’1 accidentes por millón de kilómetros recorridos (por poner un caso cercano, en España la proporción de siniestros es exactamente el cuádruple).
El problema de la izquierda es que reduce su discurso a que las cosas se hagan según su método, aunque el resultado sea el contrario del previsto. Su receta es siempre ceder el control de los asuntos al poder político. Si hay un problema, el gobierno crea un organismo (generalmente un "observatorio", que ya es tener humor), se sangra un poco más el presupuesto a costa del bolsillo de los ciudadanos y se proclama que todo está en vías de solución. Por supuesto, la intervención estatal no hace más que agravar la situación, pero para eso el progresismo también tiene una respuesta preparada: "Las cosas están peor, sí, ¡pero aún lo estarían mucho más si no nos hubiéramos encargado nosotros de su cuidado!"
La avalancha del marxismo pasó, pero aún quedan sus sedimentos. Conviene sacar el recogedor y acabar de limpiar los restos, aunque sólo sea por higiene social. En otras palabras, hay que dejar de tener miedo a la libertad y levantar de una vez el tabú de la palabra "privatización". Los países que tienen la valentía de dar ese paso y soportar el primer sarampión de las protestas de la izquierda, ganan en eficiencia y sus ciudadanos se ahorran un buen dinero que pueden destinar al consumo, a la inversión o al ahorro. El dinero donde mejor está es en el bolsillo de los contribuyentes. Sobre todo cuando la alternativa es gastarlo mal para ofrecer unos servicios paupérrimos. En España sabemos algo de todo esto.