Una organización cuya impopularidad crece con cada chulería de Teddy Bautista y Pedro Farré (y son muchas) y con cada noticia de que ha espiado a unos inocentes ciudadanos para cobrar a un salón de bodas o que un evento solidario que ha usado música ha tenido que pasar por su caja.
¿Y qué podemos hacer los ciudadanos españoles cuando una organización privilegiada por el poder político afirma tras una condena que repetirá todas las veces que sean necesarias el incumplimiento de la ley por el que ha sido multada? No se trata de un grupo antisistema, que quiera la destrucción del orden establecido, sino de una entidad que disfruta de un estatus legal privilegiado que le permite obligarnos a los demás a pagarle un diezmo. Un dinero que luego reparten entre sus socios o se quedan para abrir sedes y contratar detectives con los que espiar a sus críticos.
El problema es que esa "baja calidad" de la democracia es en buena parte culpa nuestra. No exigimos a los políticos que escuchen a sus votantes; les damos y volvemos a dar un papel en blanco para que hagan lo que les plazca al margen de lo decepcionados que estemos con ellos. Es cierto que nuestro diseño institucional de distritos plurinominales y listas cerradas, y de poderes judicial y ejecutivo que emanan del legislativo, provoca que nuestros representantes hagan más caso al líder del partido que a sus votantes, porque es a él a quien deben directamente el puesto.
Pero en este caso, el balón está en el tejado de la izquierda (y no sólo en el del PSOE, por cierto, que a la hora de la verdad IU prefirió votar en contra de la supresión del canon). Votantes, medios y el principal partido de la derecha, con distintos matices e insistencia, se han declarado ya en contra del canon, la SGAE y sus manejos. Pero no se ve ningún movimiento medianamente serio en la izquierda que pueda llevar a un final del canon y de los abusos de las entidades de gestión de derechos de autor. Les toca mover ficha, señores, si es que su sectarismo y dependencia de los zejateros se lo permite.