Si se pierde la libertad de expresión y prensa, se pierde la posibilidad de controlar al Gobierno.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) es un organismo que se encarga del estudio científico de la sociedad española a través de la elaboración de encuestas periódicas. Durante la última semana de marzo y la primera de abril realizó un barómetro especial para evaluar la opinión de los ciudadanos ante la gestión del coronavirus.
Una de las cosas que más ha llamado la atención del avance de resultados publicado hace unas semanas ha sido la pregunta sobre el control de las redes y los medios de comunicación sociales para limitar la posible difusión de bulos e informaciones engañosas. No estamos ante una inocente y bienintencionada pregunta para conocer la opinión de los españoles acerca de los límites de la libertad de prensa, sino más bien ante una forma mezquina de dirigir las respuestas de los encuestados. Como comentaba el politólogo Lluís Orriols en un tweet el pasado día 15, no queda muy claro qué hay que entender por bulos e informaciones engañosas: si aquellas informaciones o noticias poco fundamentadas o las generadas al margen de fuentes oficiales.
Es cierto que durante estas semanas hemos asistido a una eclosión de informaciones y consejos sin base científica para curar el virus. Que si el ibuprofeno agrava los síntomas, que aguantando sin respirar 10 segundos se puede saber si se está contagiado o que comer ajo puede prevenir el contagio. Pero el Gobierno, con su hermetismo y falta de transparencia, tampoco ha contribuido a calmar a la ciudadanía. Las ruedas de prensa filtradas son buena prueba de ello. Con la declaración del estado de alarma, la necesidad de informar a la ciudadanía rigurosamente y la imposibilidad de dar ruedas de prensa con público, la Secretaría de Estado de Comunicación (SEC) creó un grupo de WhatsApp con hasta 256 representantes de diferentes medios de comunicación. Los periodistas debían usar el grupo para mandar sus preguntas antes de cada rueda de prensa.
Este sistema permitió que Miguel Ángel Oliver, el periodista que preside la SEC, pudiese controlar su temática escogiendo las preguntas. Hasta que el 21 de marzo los periodistas que cubren la Moncloa se mostraron molestos tras preguntar si habría o no prórroga del estado de alarma y no obtener respuesta del presidente. Además, normalmente en este tipo de comparecencias existe la posibilidad de repreguntar cuando un periodista considera que su duda no ha sido respondida. Esto, con el sistema ideado por Oliver, no es posible. No fue hasta que varios medios nacionales, como ABC, La Razón, El Mundo, Vozpópuli, OK Diario o Libertad Digital y esRadio, se plantaron y anunciaran que dejarían de participar en las ruedas de prensa del Gobierno que este se vio obligado a rectificar. A esta protesta se le sumó el medio millar de periodistas que secundaron el manifiesto titulado La libertad de preguntar.
Lo preocupante de la situación es que no se trata de un hecho aislado, fruto del pánico generado por la crisis sanitaria. El Gobierno lleva desde la pasada campaña electoral poniendo en tela de juicio el papel de los medios de comunicación y, sobre todo, su independencia y capacidad de crítica. Es una práctica habitual el señalamiento a la oposición (de derechas) como generadora de bulos, fake news y campañas de desinformación para atacar a las fuerzas progresistas.
Sin embargo, está vez han ido más allá. La obsesión del Gobierno por controlar lo que se difunde es patológica. El pasado 18 de marzo, el Gobierno reformuló el Real Decreto de la Declaración del Estado de Alarma y neutralizó el uso del Portal de Transparencia suspendiendo los plazos de respuesta. El principal partido del Gobierno de coalición también ha protagonizado campañas en redes sociales animando a sus seguidores a denunciar, a través de los mecanismos disponibles en dichas plataformas, las presuntas noticias falsas. No hay que olvidar que ese mismo partido eliminó un post del 4 de abril en Twitter en el que animaba a esos mismos seguidores a que, antes de denunciar ese tipo de noticias, se hiciesen pantallazos y se enviasen al correo electrónico de su asesoría jurídica.
El ministro de Justicia comentó hace unos días:
Está más que justificado que, con calma y con la serenidad necesaria para cualquier cambio legislativo, hagamos una revisión de cuáles son nuestros instrumentos legales para impedir las noticias falsas. Y si no es para impedirlas, que desde luego no se vayan de rositas aquellos que contaminan la opinión pública de una manera grosera y sin justificación alguna.
Pero el colmo de las declaraciones desafortunadas lo protagonizaba el jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil durante la rueda de prensa del pasado domingo 19. En ella afirmaba que en la lucha contra los bulos se trabajaba en dos direcciones:
Por un lado, [para] evitar el estrés social que producen estos bulos, y por otro, [para] minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno.
Ante esta situación, cabría esperar una ciudadanía vigilante e indignada con la aversión de sus representantes hacia la libertad de expresión. Sin embargo, parece que nada más lejos de la realidad. Según el barómetro al que hacía referencia al principio, y dejando de lado el sesgo de la pregunta, el 66,7% de la ciudadanía se mostraría favorable a dicha prohibición.
En una sociedad abierta, que se fundamenta en el respeto a las libertades y los derechos individuales, el papel de los medios de comunicación y su independencia son vitales. Los medios son una de las herramientas de las que dispone la ciudadanía para informarse al margen de los canales oficiales y así contrastar sus noticias. Contribuyen a los check and balances extraparlamentarios del Gobierno. Y para ello debe asegurarse su libertad de expresión. La libertad de expresión garantiza que si una opinión es verdadera no se prive a los ciudadanos de su conocimiento, y que si es errónea no se les quite la posibilidad de confrontarla para demostrar sus falsedad.
Como decía Stuart Mill en 1859,
la libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella.
Y si se pierde la libertad de expresión y prensa, se pierde la posibilidad de controlar al Gobierno. Y los liberales no podemos dejar que eso suceda. No podemos permitir que el Gobierno trate a los ciudadanos como menores sin criterio ni capacidad de raciocinio.