El 21 de septiembre de 1998 el ulema Mohamed Jatami, a la sazón presidente de la República Islámica de Irán, se presentó ante la Asamblea General de la ONU con una curiosa propuesta que dio en llamar "Diálogo de civilizaciones". Este diálogo consistiría en fijar cuáles eran las civilizaciones que habitaban el planeta y sobre qué pilares se fundamentaban. La comunidad internacional ignoró la iniciativa del líder iraní, básicamente porque lo que Jatami buscaba era blindar los excesos teocráticos y liberticidas de su revolución islámica tras la coraza de Naciones Unidas.
Seis años después, cuando nadie se acordaba de la ocurrencia del ulema, el recién elegido presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, acudió a la Asamblea General con idéntica propuesta, solo que esta vez bautizada con el nombre, aún más pomposo, de "alianza de civilizaciones". ¿Qué diferencias había entre la idea del fundamentalista iraní y la del socialista español? Casi ninguna. Ambas partían de los mismos presupuestos, a saber: todas las civilizaciones, sin importar los hechos, son buenas por definición y para que reine la paz mundial solo es preciso que se entiendan pacíficamente y se respeten entre ellas.
La idea, muy en la línea del buenismo que tan en boga estuvo durante la década pasada, incidía en los errores de concepto habituales en la izquierda zapaterina. Así, situaba en un plano de igualdad civilizaciones basadas en la libertad individual y la dignidad humana, con regímenes colectivistas inflamados de ardor religioso como los que imperan en ciertos países musulmanes. Y no, la libertad no es igual a la esclavitud.
Pero lo que trajo la Alianza de Civilizaciones no fue el empeño en igualar a un Occidente libre frente a un mundo musulmán que malvive en la peor de las servidumbres. Lo que llevó a Zapatero a presentar esta iniciativa en la ONU fue, aparte de buscar renombre internacional, el convencimiento de que la causa del terrorismo islamista no es el odio a los valores occidentales, sino la pobreza de la que, por descontado, no son responsables. Una empanada, en definitiva, indigesta y absurda con la que Rajoy debería haber acabado ya.