Hablar de la adicción al petróleo es una tontería. Ese país, como el nuestro, consume petróleo porque es una forma barata de producir la energía que sustenta una actividad social y económica florecientes. La conveniencia en el consumo de petróleo se basa en algo real: lo que nos da a cambio de lo que nos cuesta. Y es un buen negocio. Renunciar a algo que nos hace mucho bien es perfectamente absurdo, y confundir el consumo razonable y provechoso de un recurso con la adicción es una idiotez.
En estos momentos la demanda de petróleo crece a buen ritmo, sin que la capacidad de extracción y refino, que están en máximos, pueda seguirla. A consecuencia de ello, su precio está muy alto; notablemente por encima de los en torno a 20 dólares que ronda con un mercado ordenado. Los beneficios de las petroleras, muy altos, se destinan en ampliar la capacidad actual de producción, lo que se empezará a notar en un par de años. Si el precio del líquido negro se mantiene por encima de los 30 dólares de forma estable, comienza a ser rentable la explotación del aceite de esquisto bituminoso (oil shale), del que se pueden extraer en torno a un billón de barriles en el río Orinoco, y 1,8 billones en el río Athabasca. Las reservas de Arabia Saudita, para hacernos una idea, son de unos 0,26 billones. Es decir, que el petróleo va a seguir alimentando el desarrollo económico por muchas décadas.
Y entre tanto, las energías renovables van a tener que esperar, mientras sigan siendo tan caras y escasas. En el caso de los Estados Unidos, recordaba recientemente un editorial del Wall Street Journal, las energías renovables aportan el 3,3 por ciento del consumo energético de ese país. Y porque están subvencionadas. Si las renovables van a jugar algún papel en el empeño económico tendrán que hacerlo en el mismo terreno que las otras fuentes energéticas: sirviendo eficazmente a los ciudadanos a un precio razonable. Es decir, tendrán que ganarse la condena de los ecologistas. Si no, es mejor que queden como un recurso de novelas de ciencia ficción.