Con las encuestas en la mano los únicos que mantienen el tipo para diciembre son los que están haciendo lo propio en Cataluña.
Ni los más viejos del lugar recordaban lo que está pasando estos días a lo largo y ancho de la Piel de Toro. Tenemos a gentes de izquierda que han vuelto a pronunciar en público la palabra España olvidándose a propósito de aquello de “Estado Español”, su sinónimo ideológicamente correcto que, como un homenaje a la estupidez supina, se había extendido tal que una mancha de aceite de la Transición a esta parte. Tenemos también a un montón de catalanes cagándose en el nacionalismo en voz alta, catalanes que llevan casi cuarenta años callados, con la cabeza gacha tratando de pasar desapercibidos. Tenemos, por último, a los compañeros de viaje habituales, las vanguardias y los países, compitiendo por ver quien se parece más a lo que decía el ABC hace veinte años respecto a los nacionalistas catalanes. Todo de golpe y sin que nadie lo previese. La historia la marca lo improbable, y lo improbable ha sucedido.
El avispero que pretendían azuzar no ha terminado siendo el que esperaban, sino el del otro lado del Ebro. Es más, el pasado martes, cuando se oficializó la ruptura, ¿saben lo que pasó en Barcelona? Nada, simplemente nada. Tampoco sucedió nada destacable en Gerona, ni en Tarragona, ni en Lérida. No había una multitud esperando en el parque de la Ciudadela con esteladas para acompañar a los próceres hasta la rambla donde se habrían dado el baño de pueblo definitivo. Esa noche no hubo castillos de fuegos artificiales en Montjuic, ni collas castelleras en la plaza de San Jaime. No sucedió nada digno de mención, al menos desde el punto de vista festivo. Claro, que a lo mejor resulta que a los nacionalistas catalanes, fieles a las tradiciones, dejan las celebraciones para las derrotas. En ese caso también deberían haber previsto una fiesta.
Lo que sí hubo, y sigue habiendo, fue estupor y disgusto. Ahí teníamos a La Vanguardia derrapando nerviosa a la mañana siguiente con un editorial que era para enmarcarlo sí, pero en el museo de la desvergüenza. Al final, de tanto jugar con fuego, los señoritos de CiU se han terminado quemando. A la burguesía del aquí no pasa nada porque en Madrit se lo tragan todo no le llega la camisa al cuerpo. Pensaban que, pagados de sí mismos como van por la vida, podían hacer lo que les viniese en gana con la magra ventaja electoral de septiembre, condensada en un par de escaños más y en unos cuantos votos menos que los partidos unionistas. Pero Mas y sus sans culottes ya se habían echado al monte con la fusa al hombro. O todo o nada, cada uno peleando, eso sí, por su batallita particular. Mas, ese trasunto de Kerensky, para pasar a la historia y no terminar en el juzgado de primera instancia, Romeva y Forcadell porque han olido el poder de cerca y le han cogido el gusto al aroma que desprende la poltrona, y los de las CUP porque se han encontrado con una revolución servida en bandeja de plata, más o menos lo que les pasó a los anarquistas del 36 cuando entraron al asalto en el despacho de Companys exigiendo todo el poder para su soviet.
Si en Cataluña el sainete se ha consumado para vergüenza de todos los que han participado tomando como rehenes a los propios catalanes, en el resto de España ha ocurrido exactamente lo contrario. De pronto plantarse se ha puesto de moda. Tras años de mirar hacia otro lado, de querer creer más que de saber, el sanedrín progre ha tenido que definirse. Si aspiran a salvar la ropa en las generales no les quedaba otra que dar vía libre a expresar lo que todos sentían, pero muchos temían decir en alto por si, a renglón seguido, les llamaban fachas. Con las encuestas en la mano los únicos que mantienen el tipo para diciembre son los que están haciendo lo propio en Cataluña que, una vez más, marca el compás de la historia de España mal que les pese a quienes niegan la mayor.
Ciudadanos puede presumir de que siempre tuvo a la unidad de España como una de sus señas de identidad irrenunciables. Por una vez ser un partido catalán les está ayudando, y mucho. Ciudadanos tiene la ventaja de origen, de edad y hasta de fecha de fundación. Que Rivera sea barcelonés le permite hablar después de haber predicado con el ejemplo en el lugar donde más difícil era hacerlo. Súmele a esto que no hay manera de vincularle con el franquismo, que es el comodín perfecto, la condena automática que ahorra pensar. Cuando Franco murió Rivera aún no había nacido. Ciudadanos, por su parte, es una formación muy reciente, tanto que lo peor de lo que les acusan es de que se trata del partido del Ibex 35 y que, por lo tanto, nada bueno se puede esperar de ellos. El Ibex 35 es, en todo caso, una encarnación del dinero, y el dinero no tiene partido, tiene intereses y es muy miedoso. No sabemos si el dinero apuesta por Rivera, lo que si sabemos a estas alturas es que no lo hace por el experimento explosivo de Mas y cia. Quizá por eso Rajoy está tan tranquilo. La proverbial baraka del gallego. Otra vez.