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La chapuza de la reforma de las pensiones

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Todo sistema de pensiones de reparto es inherentemente inestable. A menos que el número de trabajadores crezca lo bastante rápido como para mantener a lo largo del tiempo la ratio entre el número de ocupados y el número de pensionistas, o a menos que el incremento de la productividad de los trabajadores supla el deterioro de esa ratio, el sistema de reparto se cae y nos aboca a alguna de estas dos salidas: o se incrementan las cotizaciones sociales o se recortan las pensiones.

En cambio, el sistema de capitalización es perfectamente sostenible: no ya porque cada persona sea la responsable de costear su propia jubilación, sino porque la pensión percibida en el futuro depende de la riqueza que cada persona haya sido capaz de generar con ese ahorro. El sistema de capitalización no se basa en promesas infundadas cuyo cumplimiento dependa de elementos exógenos al sistema: al contrario, se basa en las decisiones financieras que adopte el futuro pensionista. Acaso por ello produzca tanta desazón: porque individualiza responsabilidades y no permite traspasarle al vecino el muerto de los errores propios. Pero mi intención no es reflexionar sobre las múltiples virtudes del sistema de capitalización cuanto ubicar el debate sobre la enésima reforma de la Seguridad Social española dentro de la implacable lógica de los sistemas de reparto.

La reforma definitiva del sistema de reparto

Sabido es que, hace apenas un trimestre, el “Comité de Expertos sobre el factor de sostenibilidad del sistema público de pensiones” emitió un informe con una propuesta de reforma de nuestra Seguridad Social que pretendía ser la definitiva. En efecto, durante los últimos 30 años las pensiones públicas españolas han sido sometidas a toda una serie de “retoques” (mega-recortes de todo tipo: ampliación del período de cómputo de la base reguladora, elevación de la edad de jubilación, separación de las fuentes de financiación de las pensiones y la sanidad, etc.) que han sometido a los pensionistas españoles a la arbitrariedad de la camarilla gobernante de turno: cada vez que este insostenible sistema quebraba, no quedaba otro remedio que reunir a los mandarines políticos y oficiar una nueva quita con efectos y damnificados inciertos.

No es que el comité de expertos haya dado con la fórmula mágica para evitar estos recortes, sino que se contenta con automatizarlos y transparentarlos. Así, su propuesta consiste en someter el cálculo de las pensiones a dos correctores objetivos que permitan su ajuste (recorte) dinámico.

El primero, el llamado Factor de Equidad Intergeneracional, busca equiparar las pensiones totales que percibirán los jubilados con distintas esperanzas de vida: es decir, quien viva más ha de cobrar cada mes algo menos y quien viva menos ha de cobrar algo más. Por tanto, conforme se alargue la esperanza de vida de los españoles, sus pensiones deberán minorarse.

El segundo, el Factor de Revalorización Anual, busca corregir los desequilibrios estructurales entre los ingresos y los gastos del sistema de Seguridad Social mediante el aumento o la disminución de las pensiones medias: cuando los ingresos del sistema crezcan más que los gastos (determinados por el aumento del número de pensionistas y por la sustitución de jubilados con pensiones bajas por jubilados con pensiones altas), se podrá revalorizar las pensiones medias hasta que ambos se igualen; cuando los gastos crezcan más que los ingresos, habrá que rebajarlas hasta que, también, se igualen. Además, si la situación de partida es de un desequilibrio general entre ingresos y gastos, habrá que modificar escalonadamente las pensiones para que desaparezca ese desequilibrio de partida. Los expertos sólo aceptaron proscribir los recortes nominales de las pensiones para los jubilados actuales y por una mera cuestión de equidad. En esta sede, su recomendación fue utilizar el capital del Fondo de Reserva de las pensiones para compensar la minoración nominal que sí debería aplicárseles a los jubilados para equilibrar las cuentas de la Seguridad Social.

Ambos correctores (pero, sobre todo, el segundo) garantizan la sostenibilidad de cualquier sistema de pensiones de reparto. Obviamente, lo hacen a costa de institucionalizar los recortes anuales de las prestaciones de los jubilados en cuanto los ingresos devengan insuficientes. Pero eso –recortes estructurales– es lo máximo que puede dar de sí un sistema de reparto.

El Gobierno agua la reforma

El pasado lunes, Fátima Báñez presentó a los siempre mal llamados “agentes sociales” la propuesta de reforma de las pensiones pergeñada por el Ejecutivo a partir de las sugerencias del Comité de Expertos. Aunque en apariencia el PP fue bastante obediente, la realidad es que, ciñéndonos a lo anunciado, convirtió en papel mojado las recomendaciones del Comité. Lo menos grave del asunto fue que retrasó a 2019 la entrada en funcionamiento del Factor de Equidad Intergeneracional lo que provocará, como ya le advirtió el Comité, la necesidad de tijeretazos mucho más duros en las pensiones del futuro. Pero lo mollar no fue la alteración de los tiempos propuestos, sino de los factores de ajuste.

En concreto, el Gobierno pretende restringir la revalorización anual de las pensiones a una horquilla que oscile entre un mínimo del 0,25% y un máximo del IPC+0,25%. Es decir, ninguna pensión podrá jamás sufrir un recorte nominal: pese a que el Comité de Expertos sólo propuso blindar de los recortes a los pensionistas actuales, el Gobierno ha optado por extender su manto protector sobre el conjunto de los jubilados presentes y futuros. Y con ello ha inoculado de nuevo el virus de la insostenibilidad al sistema de reparto; ante las insuficiencias de ingresos, las pensiones no podrán reducirse nominalmente, de modo que al Estado sólo le quedarán dos caminos: o subir la tributación o aprobar una nueva reforma-recorte de las condiciones del sistema.

Ahora mismo, de hecho, el sistema de Seguridad Social presenta un déficit anual de 15.000 millones de euros; un desajuste que, a largo plazo, sólo hará que ensancharse. En este contexto, es evidente que las pensiones deberían reducirse (ya sea alargando la edad de jubilación, incrementando el período de cálculo de la base reguladora, disminuyendo los porcentajes aplicables a la base reguladora o rebajando las pensiones actuales) pues al ritmo actual el Fondo de Reserva se habrá vaciado en cuatro años.

Pero el Gobierno se ha atado las manos, con lo que el gigantesco agujero de la Seguridad Social no podrá corregirse a corto y medio plazo. A lo que asistiremos, pues, es a una congelación de facto de las pensiones (revalorización del 0,25% anual) durante bastantes años hasta que la inflación consiga por la vía real aquello que el Gobierno no tiene arrestos para hacer por la vía nominal: que el poder adquisitivo de los pensionistas se hunda al mísero nivel que permite sostener nuestro fraudulento sistema de reparto.

Ahora bien, para que estas tramposas cuentas le cuadren al PP será necesario que la inflación sea lo suficientemente elevada como para compensar los efectos de la caída del número de cotizantes, del aumento del número de pensionistas y del incremento de la pensión media por efecto sustitución. Con una inflación moderada (esto es, con un robo monetario moderado), la Seguridad Social seguirá quebrada y una reforma que podría haber sido definitiva se quedará en otro parche que, para más inri, los diversos gobiernos populistas que vendrán no tendrán el más mínimo reparo en extirparse. Ni transición al sistema de capitalización, ni reforma seria del sistema de reparto. Para variar, una chapuza más de este Gobierno.

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