El comunismo y el nacionalismo colectivista se han sentido perfectamente representados en la figura de ZP, que ha logrado convertir el voto a IU y a Esquerra en una especie de frikada transgresora para la izquierda elitista, que no quiere aparentar que sigue a las masas. Pero, por lo demás, existe un fuerte solapamiento en las agendas de todos estos partidos, que pasan por someter totalmente el individuo y las asociaciones privadas al poder político. En buena medida, el nacionalismo ya ha logrado allí donde gobierna subordinar la identidad y la libertad de cada individuo a una cultura cuyo contenido queda cristalizado por la discrecionalidad del Gobierno autonómico de turno.
Los nacionalistas asocian la liberalización lingüística con una agresión no sólo al vasco o al catalán, sino a los vascos o a los catalanes. Cuando Rajoy criticó que se sancionara a un catalán por rotular su comercio sólo en español estaba, a ojos del nacionalismo, persiguiendo tanto al pueblo catalán como al destino histórico de éste, que ha de autorrealizarse, excepción cultural mediante, como paso previo a la independencia. Zapatero entendió perfectamente este punto, por eso aprobó que se multara al comerciante que rotulara sólo en castellano. Al fin y al cabo, en su opinión, la coacción resulta necesaria para compensar la discriminación y persecución del catalán en décadas pasadas.
La penetración política y social del argumento de la compensación lingüística es un ejemplo claro de cómo la retórica nacionalista ha logrado sustituir como sujeto de derecho al individuo por una concepción abstracta de la lengua. Muchos liberales suelen replicar que la lengua es un instrumento al servicio de los individuos, y no al revés. Sin embargo, esta afirmación ya supone una cesión peligrosa al discurso nacionalista. La lengua no es una realidad objetiva y universal, sino un código concreto y particular que es recibido por los individuos y que evoluciona con ellos.
Cuando se habla de que hay que proteger el catalán y restaurar su estatus de lengua mayoritaria hay que preguntarse, primero, qué catalán quiere restaurarse y, segundo, qué se entiende por ámbito mayoritario.
En cuanto a lo primero, el Gobierno catalán ha decidido conceder el monopolio lingüístico al pompeufabrense Institut d’Estudis Catalans. Se trata de una decisión tan arbitraria como la contraria, pero que pretende vestirse con aires de cientificidad para legitimar la implantación compulsiva.
Las lenguas no nacen del diseño académico; las academias sólo recopilan códigos de comunicación históricos y, en todo caso, realizan propuestas para facilitar la comunicación. Los estándares lingüísticos (al igual que los comerciales, los tecnológicos o los monetarios) no deberían imponerse a la sociedad, sino que deberían competir entre ellos, para que se sepa cuáles son más útiles y eficientes en cada momento. Al fin y al cabo, escapa al conocimiento humano las innumerables circunstancias personales y sociales que influyen en ese resultado, así como los efectos disruptivos que podría provocar.
En cuanto a qué debe entenderse por ámbito mayoritario, no queda claro cuál es la herramienta que nos permita verificar su consecución. ¿El tiempo? ¿La importancia relativa de cada uso? Si el castellano se empleara en exclusiva en los lugares públicos y el catalán en exclusiva en el ámbito familiar, ¿cuál de los dos usos sería mayoritario en términos agregados? Si el catalán se utilizara en todos los ámbitos públicos y familiares y el castellano en los consejos de administración y las juntas de accionistas, ¿sería mayoritario el primero, aunque el grueso de la riqueza de Cataluña se moviera a través del castellano?
Al final, la ausencia de un criterio objetivo para medir qué lengua es más usada sólo puede llevar al nacionalismo a aspirar a la erradicación completa del castellano para compensar la discriminación histórica del catalán: sólo así la confrontación artificial que existe entre ambas lenguas llegará a su fin, y la identidad y la libertad del pueblo catalán quedará a salvo.
Pero esta compensación de agravios históricos, a la que aludió Zapatero para justificar el uso de la fuerza y la hostilidad lingüística hacia el castellano, no es más que otro criterio vacío y desnudo, como el emperador en el cuento de Andersen.
La discriminación del catalán no fue, en todo caso, un ataque contra una lengua, sino contra la libertad de unos individuos concretos que querían utilizar una lengua. En la medida en que la gente va adaptándose al entorno, es perfectamente posible que una política de marginación lingüística tenga como efecto que la lengua marginada caiga en desuso, tanto entre aquellos que pretendían utilizarla en el pasado como, sobre todo, entre las nuevas generaciones.
Llegados a este punto, la cuestión es: ¿basta con poner fin a la represión lingüística, o hay que articular otra represión de signo contrario para compensar la registrada en el pasado? El nacionalismo antiliberal lo tiene claro: las lenguas tienen derechos propios que justifican la concesión de privilegios compensatorios aun cuando atenten contra la libertad de los individuos.
Sin embargo, las sociedades no son una masa que pueda moldearse al gusto de un planificador central. Las injusticias pasadas no pueden solucionarse con nuevas injusticias. Es absurdo pretender que la represión de la libertad de los ciudadanos de hoy repara la represión de la libertad de los ciudadanos de ayer. Es absurdo creer que hoy debe reprimirse a individuo para compensarle por la represión que sufrió en el pasado.
La política estatal con respecto a una lengua debería consistir, simplemente, en permitir cualquier manifestación, sin persecuciones ni discriminaciones. Si existen individuos preocupados por el uso y la difusión de una lengua, tan sólo tienen que montar campañas publicitarias y culturales destinadas a fomentarla. Si ni siquiera de este modo consiguen que su número de hablantes se incremente, o bien son unos inútiles integrales o bien los destinatarios de la campaña no desean volver a utilizarla. Ninguno de los dos casos justificaría el uso de la violencia estatal para reimplantarla.
La teoría de la compensación lingüística no es más que una excrecencia de una concepción holista de la sociedad, de la cultura y de la lengua que pretende reforzar el intervencionismo del Estado a costa de la libertad de los individuos y de la cultura y las lenguas que evolucionan de manera espontánea.
No es casualidad que el PSOE haya asumido sin dificultades este discurso: existe una suerte de atracción entre los distintos pretextos que sirven para justificar el intervencionismo. La hostilidad lingüística no es distinta a la racial, la económica, la sexual, que han sido aprovechadas por la izquierda de medio mundo para implantar sistemas públicos de segregación social y de dependencia estatal.
Se trata, en definitiva, de sustituir mediante la coacción y el clientelismo instituciones privadas y espontáneas, como la lengua, el dinero o la familia, por otras planificadas y dimanantes del Estado, para así consolidar las posiciones de la casta política.