Alguna vez he contado que comencé a leer a los grandes liberales tras escuchar al gigante francés Jean-François Revel en el programa nocturno que dirigía Losantos en la COPE. Hablaba un español bastante mejor que el mío y me decidí a leer el libro que estaba promocionando en ese entonces, La gran mascarada. Pero el que leí a continuación fue el célebre Camino de servidumbre, que el pasado 10 de marzo cumplió 70 años. Quizá no sea el primer libro que deba leer un liberal o alguien que quiera entender el liberalismo, porque es de prosa un poco farragosa; pero sí, desde luego, uno de los primeros.
En plena segunda guerra mundial, Hayek observó que la lucha contra el nazismo no estaría completa si no se combatía la raíz intelectual de los fenómenos totalitarios que arrasaban Europa. Por esta razón, a modo de advertencia, se puso a escribir un libro pequeño, en el que pensaba que sólo ponía de manifiesto una serie de obviedades sobre las consecuencias inevitables de la planificación central de la economía. Pese a que el austriaco nunca estuvo del todo satisfecho de ella, esta obra se convertiría en la más leída de entre las suyas, y en uno de los ensayos políticos más importantes del siglo XX.
Hayek conocía perfectamente los problemas económicos que inevitablemente trae consigo el comunismo, después de su papel central (junto a su maestro Mises) en el debate sobre la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo. Sabía, pues, que ninguna de las formas totalitarias que entonces gobernaban en Europa (nazismo, fascismo y comunismo) traería ningún bien, sino una mayor miseria. Pero quedaba por aclarar que los horrores provocados por este tipo de regímenes –las matanzas masivas, la destrucción absoluta de la libertad– eran también una consecuencia inevitable del colectivismo.
La tesis principal de este libro es que los fines no importan si el medio empleado es la planificación económica centralizada. Todos los regímenes políticos que la enarbolan como solución terminan pareciéndose como gotas de agua, llevan a la destrucción de la democracia y obligan a los ciudadanos a recorrer el camino de su servidumbre al poder político. Muchos aducían, y aducen aún hoy, que la planificación sólo afecta a la libertad económica, olvidando que sin propiedad privada estamos siempre a merced de los demás. Y cuando el propietario único es el Estado la dependencia del mismo difiere muy poco de la esclavitud.
Asombra el rigor y sentido común de muchos de los razonamientos por los que llega Hayek a dicha conclusión. Por ejemplo, muchos creen que el totalitarismo puede ser bueno si sus dirigentes también lo son. Sin embargo, Hayek aduce que los dirigentes serán siempre lo peor entre lo peor. Y no porque la historia lo haya corroborado en innumerables ocasiones, sino porque el mismo proceso de selección de líderes en un Estado totalitario excluye a los buenos. Para imponer los fines colectivos a los individuales, los dirigentes deberán coaccionar a un enorme porcentaje de sus súbditos, que se resistirán, en ocasiones violentamente, a ceder sus propiedades o cantar las loas al régimen. Para imponerse, esa coacción tomará las repulsivas formas del encarcelamiento, la tortura y el asesinato. Sólo podrán dirigir, por tanto, aquellos que estén dispuestos a tomar esas medidas para imponer sus tesis, es decir, los peores elementos de la sociedad.
Es común malinterpretar a Hayek y pensar que su tesis consiste en que cualquier tipo de intervención y regulación termina llevando por una pendiente resbaladiza hasta el totalitarismo y el horror; que ese es el camino de servidumbre que describe. Es cierto que algunos de los razonamientos y situaciones que describe son fácilmente adaptables a variantes más benignas y socialdemócratas de coacción. Pero Hayek se refería exclusivamente a la planificación central de la economía.
Desgraciadamente, sigue siendo necesario hoy día explicar estas cosas que al austriaco le parecían obvias. Quizá siempre lo sea. El movimiento 15-M, por ejemplo, lo deja claro. Algunas de las mejores páginas del libro parecen destinadas a él, como las que describen la frustración cuando los planes económicos centralizados no colman las expectativas de los ciudadanos que los apoyaron, porque es imposible que lo hagan, pero éstos lo que reclamarán entonces será un cambio en la dirección del país y una ampliación y mejora de dichos planes para que abarquen aún más ámbitos. No cabe mejor descripción de la frustración de nuestros indignados contra los políticos y su curiosa solución de ampliar aún más su poder. Bastaría con que esta vez gobernaran los buenos. Ya.