En Estados Unidos, conocidos analistas como Nouriel Roubini, Felix Salmon o Paul Krugman defienden abiertamente que el Gobierno no debe adquirir los activos de mala calidad, sino quedarse con todo el banco. En España, la posibilidad no se plantea abiertamente (por algo tenemos el sistema financiero más sólido del mundo), pero nuestro Ejecutivo sí que ha lanzado algo más que veladas amenazas a los bancos en caso de que no concedan nuevos créditos. El último fue el vicepresidente económico el pasado domingo desde las páginas de El País: "Los bancos viven de prestar dinero. Si no venden dinero a sus clientes, que es al final la concesión de crédito, mal negocio están haciendo. Por tanto, yo creo que el interés de las instituciones financieras es vender dinero y, por tanto, dar crédito".
La propuesta de nacionalizar la banca (un temor que algunos ya teníamos en abril) surge en última instancia por un error de fondo en la concepción de los planes de rescate. Al margen de la propaganda destinada a justificar lo injustificable (que el Gobierno atracara a los contribuyentes para salvar a los propietarios de unas instituciones quebradas), cuando Solbes y Bush afirmaban que los planes de rescate no iban a costar nada, lo hacían partiendo de una perversa lógica: los bancos están quebrados porque sus activos han caído de precio, si les entregamos carretillas de dinero podrán volver a expandir el crédito y gracias a esta nueva expansión del crédito, los activos volverán a subir de precio, con lo que los bancos dejarán de estar quebrados. Mutandis mutantis era lo mismo que propuso Greenspan en The Economist hace apenas unas semanas.
El problema de esta teoría es doble. Primero, resulta marciano creer que los bancos iban a volver a prestar el dinero que les estaba entrando. Si una institución está quebrada, lo último que hará será prestar el dinero que necesita para sobrevivir. Por el contrario, los bancos están tratando desesperadamente de reestructurar su situación financiera, esto es, incrementar su liquidez y sus fondos propios. En ningún momento, por tanto, podía pasar por sus planes desprenderse del dinero que acababan de adquirir del Gobierno para inmovilizarlo en forma de préstamos que, para más inri, consumen recursos propios.
Y, el segundo es que tampoco convenía que lo hicieran. Uno de los elementos que ha provocado la crisis actual ha sido las burbujas de precios en determinados activos, como la vivienda. A los precios de 2006, a los promotores les resultaba rentable producir 800.000 viviendas anuales. España no necesita 800.000 viviendas nuevas cada año, la actividad productiva tiene que reajustarse y, para ello, los precios tienen que caer (de modo que deje de ser rentable producir nueva vivienda hasta que los stocks invendidos se liquiden). Si los bancos volviesen a conceder masivamente nuevas hipotecas para tratar de reinflar la burbuja, nuestra crisis sólo se prolongaría y agravaría.
En definitiva, no tenía ningún sentido que los ahorros que movilizó el Gobierno mediante las milmillonarias emisiones de deuda pública se destinaran a la adquisición de activos cuyo precio seguía inflado; y todavía tenía menos sentido pensar que ese proceso lo iban a capitanear entidades técnicamente quebradas como los bancos.
Ante el fiasco de la intervención pública, los distintos Gobiernos se están planteando dar un paso más adelante. Al fin y al cabo, los bancos no están reinflando la burbuja, con lo cual siguen perdiendo dinero y vuelven a hacerse necesarias nuevas inyecciones de dinero público sufragadas, en última instancia, por los contribuyentes. Así, la alternativa que se les abre a nuestros burócratas es: si los bancos no se atreven a prestar dinero obliguémoslos a ello, ya que sin saberlo se están suicidando. ¿Cómo? Lo más fácil es quedarse con el banco y dirigirlo como una empresa pública.
El problema es que esta intervención estatal iría en contra de toda lógica de mercado. Consistiría en evitar los imprescindibles ajustes que necesitan nuestras economías (masivas reconversiones industriales y masivas redistribuciones de títulos de propiedad) y en tratar de volver a inflar, como sea, la burbuja. El Gobierno, una vez nacionalizados los bancos, prestaría dinero con pérdidas a los ciudadanos para adquirir activos a unos precios artificialmente altos que, una vez se desinflaran, acarrearían pérdidas aun mayores al erario. La capacidad del Estado para prolongar indefinidamente una situación así (cubriendo las pérdidas con nuevas emisiones de deuda) es limitada y tiene un final conocido: la quiebra del Estado y la hiperinflación.
La solución no pasa, por tanto, por nacionalizar los bancos, o al menos no por nacionalizarlos para obligarlos a prestar. Es cierto que lo que hace trimestres habría sido una transición más suave hacia la recuperación, cada vez se complica más por las cada vez mayores intervenciones estatales. Hace meses, por ejemplo, podríamos haber reducido muy significativamente el gasto público y, gracias a ello, los impuestos. Esto habría generado un volumen de ahorro significativo para financiar la recuperación. Hoy, sin embargo, buena parte de la reducción del gasto público no iría destinada a bajar impuestos, sino a amortizar toda la nueva deuda pública que se ha emitido.
Aun así, la solución a la crisis sólo puede ser una: permitir que los ajustes necesarios se produzcan con la mayor rapidez y flexibilidad posible. El Estado no puede volver prescindible este proceso, sólo puede impedirlo o facilitarlo. Y, de momento, parece que todos los Gobiernos del mundo han abogado por ponerle trabas, con planes de rescate y de estímulo y con regulaciones laborales más restrictivas. Nacionalizar la banca y obligarla a que queme todo el dinero que injustamente se le entregó en su día sería una de las peores decisiones que se podrían adoptar.