Todas estas aventuras judiciales se reducen a lo de siempre: política.
Se ha visto a muchos medios incapaces de contener su alegría ante el martes negro de Trump. Ese día, el que fuera su jefe de campaña durante un mes de verano, Paul Manafort, fue condenado por ocho cargos de fraude fiscal, mientras el jurado no pudo ponerse de acuerdo con otras diez acusaciones, que tendrán que juzgarse de nuevo. Por su parte, su antiguo abogado, Michael Cohen, se declaró culpable de varios delitos, incluyendo los de financiación ilegal de la campaña de Trump por comprar el silencio de una actriz porno y una modelo de Playboy con las que el ahora presidente habría cometido adulterio.
En este país en que la mayoría de corresponsales se dedican a traducir lo que publican el New York Times y el Washington Posty amplifica la CNN, se ha explicado que ambos casos pondrían a Donald Trump en la picota, tanto legal como políticamente. Sin embargo, es más que dudoso. Lo de Manafort es especialmente irrelevante. Todas las acusaciones contra él son por hechos muy anteriores a su breve paso por la campaña de Trump. Algunos pueden albergar esperanzas de que tras semejante condena acceda a delatar al presidente en lo referido a su supuesta colaboración con Rusia para ganar las elecciones. Pero el fiscal especial encargado de ese caso, Robert Mueller, se ha ido alejando de tal acusación –principalmente porque no parece tener ninguna base– y se habría centrado en otros tipos de interferencia rusa en las elecciones que nada tienen que ver con el republicano, reservándose para un posible caso de obstrucción a la Justicia de Trump por despedir a su amigo y sucesor al frente del FBI, James Comey. Además, a estas alturas la mejor y quizá única baza de Manafort sería un indulto presidencial.
Lo de Cohen es otra cosa. La teoría bajo la que se ha declarado culpable es que los pagos a las amantes de Trump supondrían un «pago en especie» de 280.000 dólares en total, y por tanto una contribución ilegal a la campaña por excederse del límite de 2.700 dólares que tienen las donaciones personales. El pago lo hizo Cohen a través de una sociedad creada para ello; si lo hubiera pagado el propio Trump, no habría problema, porque cualquier candidato puede gastarse el dinero que quiera en su propia campaña. Pero, dado que el objetivo era que no quedara constancia del adulterio, Cohen prefirió ocultar el rastro del dinero. Normalmente este tipo de asuntos se saldan con una multa. Por ejemplo, la campaña de Obama de 2008 pagó una multa de 375.000 dólares por haber recibido cerca de dos millones en donaciones ilegales. Pero la Fiscalía que lleva el caso es la misma que logró condenar a ocho meses de cárcel a Dinesh D’Souza por superar los límites de donación en 20.000 dólares. Su pecado real: publicar un libro y estrenar un documental de éxito críticos con Obama. Así que es de esperar que quieran buscar las cosquillas a Trump. Pero legalmente no podrán hasta después de que deje la presidencia.
De modo que todas estas aventuras judiciales se reducen a lo de siempre: política. Electoralmente, no parece probable que afecten demasiado a Trump y al Partido Republicano. El público tiene más que descontado que es un personaje con, por decirlo suavemente, muchas sombras. Es muy posible que los demócratas recobren el control de la Cámara de Representantes en noviembre, pero eso ya se daba por descontado antes de todo esto. Así que la otra vía por la que Trump podría tener problemas es que esa mayoría demócrata inicie un proceso de impeachment como el que sufrió Bill Clinton por mentir para encubrir sus numerosas aventuras sexuales en la Casa Blanca.
El problema que tiene la izquierda es lo difícil que resulta justificar ante la parte de la opinión pública no convencida de antemano que una irregularidad en la financiación de su campaña que generalmente se salda con una multa alcance el baremo constitucional de «delitos y faltas graves». Tampoco ayuda que los demócratas lleven hablando de impeachment desde antes de que fuera investido. De hecho, un juicio político podría dar munición a Trump, para quien siempre ha sido un argumento recurrente la colaboración estrecha entre los medios fake news, el Estado Profundo y el Partido Demócrata para expulsarle del poder; le estarían dando la razón. Es como si estuviéramos viendo dos películas distintas en la misma pantalla: para sus opositores, es evidente que quien prometiera drenar el lodazal de Washington se está rebozando en él; para quienes lo apoyan, son las criaturas del pantano quienes quieren acabar con Trump porque lo ven como una amenaza. No está muy claro qué narrativa acabará imponiéndose a ojos de la mayoría, pero un proceso por impeachment posiblemente sería más favorable al republicano. De ahí que Nancy Pelosi, la eterna líder demócrata en la Cámara, no lo considere prioritario. Así que, parece, todo seguirá igual.