Setecientas mil personas, los yazidíes, corren el riesgo de ser asesinadas. Los criminales militantes del Estado Islámico –esa entidad sanguinolenta que ha surgido súbitamente en el Medio Oriente– ya han matado a unos cuantos centenares. No han sido más porque huyeron y se escondieron. Los liquidan y a veces violan a las mujeres antes de degollarlas.
La persecución se afinca en una horrenda tradición medieval todavía vigente dentro de una buena parte del islamismo árabe: rechazan toda expresión del pluralismo religioso. Los yazidíes tienen otro Dios y otras creencias muy antiguas, así que está en marcha su exterminio. No hay más Dios que Alá ni más profeta que Mahoma. Al que crea o diga algo diferente, literalmente, le arrancan la cabeza. Con los cristianos, calificados como nazarenos, tienen la extraña cortesía de crucificarlos antes de matarlos.
Los yazidíes son kurdos, pero la inmensa mayoría de sus compatriotas profesa el islamismo y hace la vista gorda cuando los masacran los fanáticos empeñados en revivir el Califato. Los peshmergas, el Ejército kurdo, no los quieren. La población los acusa, falsamente, de adorar al demonio. Mientras los kurdos claman por su derecho al autogobierno, le niegan la sal y el agua a los yazidíes, una minoría dentro de la minoría.
El presidente Obama ha hecho bien en tratar de amparar a los yazidíes. Toda nación seria y compasiva tiene "la responsabilidad de proteger", como establece el departamento de la ONU dedicado a la prevención del genocidio. Es un derecho nuevo que cristalizó abonado por la sangre copiosa de las víctimas ruandesas cuando los hutus aniquilaron a un millón de tutsis a mediados de la década de los noventa. Es verdad que Estados Unidos no puede proteger a todo el mundo todo el tiempo, pero sí puede y debe, cuando es factible, impedir estas obscenas carnicerías.
Los yazidíes, lógicamente, están tratando de emigrar a donde los acojan. Escapan para salvar sus vidas. Se sienten, supongo, como los judíos alemanes tras las Leyes de Núremberg dictadas por Hitler en 1935. Era cuestión de tiempo que los asesinaran. Tenían que irse, comprar visas hacia cualquier parte, adquirir pasajes a precio de oro. Era obvio que la pesadilla nazi terminaría en el Holocausto.
Bastaba leer los papeles de Hitler para confirmarlo.
Los yazidíes saben lo que les espera y están tratando de emigrar a Estados Unidos, Canadá y Europa. Nadie habla de América Latina. ¿Por qué? Si los latinoamericanos fueran, realmente, solidarios y tolerantes, deberían extenderles visas de residencia a muchas familias yazidíes.
Al fin y al cabo, casi todos los grupos de inmigrantes asentados en América Latina han sido benéficos para el país que les abrió los brazos. Y no sólo se trata de los españoles y los portugueses, parientes cercanos fácilmente asimilables, sino de los japoneses, chinos, libaneses, sirios y judíos que llegaron a América Latina en un número considerable, sin saber el idioma y devotos, además, de dioses y ritos ajenos a la tradición nacional, lo que no impidió que crearan considerables riquezas con su trabajo intenso e innumerables familias mixtas.
¿Es tan difícil que cada país latinoamericano se proponga salvar a unos cuantos millares de familias yazidíes? Como los gobiernos no suelen ser buenos samaritanos, quienes tienen que organizar esa labor de rescate son los miembros de la sociedad civil. Dese el visto bueno y pídase colaboración a las iglesias, a las logias masónicas y a los clubes cívicos, para que contribuyan a salvar a los yazidíes, y mostrarán sus mejores instintos.
Los cubanos podemos entender mejor que nadie esta "responsabilidad de proteger" por una razón mala y otra buena.
La mala sucedió en 1939 cuando el gobierno de La Habana rechazó el barco Saint Louis, que traía a bordo 936 judíos que habían pagado por sus visas para poder escapar del horror nazi. El gobierno no los dejó desembarcar y debieron regresar a Europa. Pocos meses después estalló la Segunda Guerra y una buena parte de esas personas que los cubanos no quisieron proteger murió en la cámara de gas. Vergüenza eterna.
La buena ocurrió veinte años más tarde, cuando se instauró un régimen estalinista en Cuba y comenzó un éxodo que no ha cesado hasta hoy. Estados Unidos ha acogido y protegido a casi dos millones de refugiados cubanos. Sumados sus descendientes, la cifra debe de andar por los cuatro o cinco. A otra escala, pero generosamente, también lo hicieron la Venezuela democrática prechavista, España y Costa Rica. Fue en esta terrible circunstancia cuando muchos cubanos aprendimos lo que vale una mano amiga cuando se cierran todas las puertas.