Los nacionalistas han jugado como si ese conjunto de normas, las del Estado de Derecho, no existiesen.
Asistimos al prodigioso éxito de los servicios de inteligencia del gobierno español, comandados por el genio político de Soraya Sáenz de Santamaría. El prófugo Puigdemont, tras hacerse el gallito una vez más en Finlandia, se disponía a volver a Waterloo (16 horas en barquito y dos millares de kilómetros en coche), pero la eficaz labor de doce agentes del CNI ha logrado su detención en Alemania. Es el país más propicio para juzgar al expresidente autonómico. Primero por la buena relación entre los dos países, lo que facilitará su extradición, y luego porque allí se pena la rebelión hasta con la cadena perpetua. Una jugada maestra que facilitará que Carles Puigdemont tenga varios lustros para escribir sus memorias. Bien está lo que bien acaba, y hoy los españoles podemos dormir un poco más tranquilos gracias a la diligencia del gobierno español.
Sólo que, claro, ese relato no encaja del todo. El CNI está en plena campaña. Le ha filtrado al diario El País (SSS) que Puigdemont ha estado siendo vigilado desde su salida de España, “aunque los agentes se toparon con algunas dificultades” en Bélgica para realizar los seguimientos, añaden. Es el relato más conveniente. Un relato que no tiene en cuenta, por ejemplo, que al propio CNI “se le escapó” Puigdemont de España, y que ha estado paseándose por la vieja Europa dejando el nombre de nuestro país por los suelos.
La detención pone fin a un episodio jugado sobre el tablero europeo por el expresidente catalán, el gobierno español, y los jueces españoles. Lo peculiar no es sólo que el tablero desborde el territorio español, sino que es sólo la última jugada de un juego que dura ya seis años, y cuyas normas se escriben según se desarrolla la acción. Hay, básicamente, dos conjuntos de reglas.
El primero plantea el juego en términos institucionales, legales, judiciales. El Estado actúa de forma automática. La ley tiene prevista esta situación, así como las consecuencias legales para cada protagonista. Los protagonistas del proceso secesionista han abierto ellos mismos las puertas de la cárcel, y han entrado en ella voluntariamente. El Gobierno no deseaba que se llegase tan lejos, y ha aconsejado a los rebeldes a que desistan, por el bien de España y por su propio bien. Rajoy ha actuado a remolque de los acontecimientos para que no le acusen de que ha sido él quien ha metido en la cárcel a Puigdemont, a Junqueras, a Turull, a Forcadell, a Romeva… Ha ralentizado la máquina, pero no ha impedido su funcionamiento. La política no tiene cabida en este juego. Es el discurso del Gobierno.
Los nacionalistas han jugado como si ese conjunto de normas, las del Estado de Derecho, no existiesen. O no tuviesen efecto. Han actuado de forma inteligente. Han ido a la raíz del derecho, al mismo concepto de soberanía. El soberano, dicen, es el pueblo catalán, no el español. La votación del primero de octubre es una chapuza, sí, pero es la primera demostración práctica del ejercicio de esa soberanía. Frente a esto, el gobierno español ha evitado señalar la evidencia de que la comunidad política o, más bien el sujeto político, el titular de la soberanía, es el conjunto del pueblo español. Un sujeto político con siglos de historia en común, no más convulsa que la de otros países, y acaso sí más exitosa; o al menos más rica. Como mucho, ha llegado a señalar que eso es lo que dice la Constitución.
El Gobierno asume este discurso legalista. Pero juega también con el segundo conjunto de normas, las de la política. Son las normas que han primado hasta el momento. La Generalitat se saltaba la ley en el avance de sus propios objetivos culturales, de “construcción nacional”, y el Gobierno evitaba la molestia de hacer cumplir la ley en el bien entendido de que se llegaría a un acuerdo, económico o de competencias, que impusiese un período de paz definitivo; es decir, válido hasta las próximas elecciones.
Este acuerdo en llegar a acuerdos al margen de la ley saltó por los aires en 2012, cuando Artur Mas le planteó a Mariano Rajoy un cupo catalán igual al vasco, y el gallego le dijo que no. Mas forzó el discurso secesionista, y el resto es historia. Pero este es precisamente el punto al que debemos volver. Porque es el punto que señala el juez Llarena como origen del proceso. El mismo juez que ha dictado la euroorden sobre Puigdemont. Y es el punto que puede iluminarnos sobre lo que puede ocurrir a partir de ahora.
Llarena retrotrae todo este proceso al “libro blanco” del secesionismo, cuyo principal autor es Artur Mas. Fue Mas quien puso en marcha el proceso, y son los pasos previstos por él los que se han seguido hasta el enfrentamiento total de las instituciones autonómicas con el conjunto del Estado. Y, maravilla de las maravillas, Artur Mas, el cerebro del proceso, el que lo lideró al principio, queda fuera de la causa del juez Llarena. Por otro lado, según Casimiro García-Abadillo, el Gobierno está convencido de que con Puigdemont y Junqueras et al en la trena, será Mas quien retome las riendas de la Generalitat, por persona interpuesta. Y será él quien acabe controlando el proceso. Y, por esa vía, volvemos a 2012. Al mundo que Rajoy entiende, y del que nunca hubiera querido salir: el de los acuerdos políticos, en los que se puede entregar una parte del Estado y del dinero de todos, a cambio de que los nacionalistas no vuelvan a apretar el botón nuclear.
Y así, el hombre que lo inició todo, si controla el proceso, si se atiene a las leyes, si negocia en términos asumibles con Mariano Rajoy… en ese caso volvemos a empezar. Vuelve Puigdemont. Vuelve Artur Mas. Y Rajoy sigue sempiterno, inamovible. Y aquí no ha pasado nada.