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La educación sentimental

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Ni los nacionalistas catalanes, ni los vascos, ni los librillos autonómicos. Nada que no deseen los padres para sus hijos.

Los resultados de las elecciones del 21 son un misterio. Un misterio relativo, porque los bloques políticos apenas se han movido desde 1999; en este tiempo, el voto nacionalista ha concitado en torno a un 48 por ciento del voto. Según las encuestas, los partidos oficialmente nacionalistas lograrán en torno un 46 por ciento del voto (Demoscopia), un 43,4 (NC Report), o un 45,4 (GAP3). Pero este cálculo puede resultar engañoso, porque En Comú Podem llama equidistancia a un apoyo sistemático a los nacionalistas, y las mismas encuestas les otorgan de siete a ocho puntos. Incluso el PSC ha fagocitado no sólo a Unió sino también su discurso, y esa actitud de perdonavidas del “nacionalismo moderado”, que espera que le pagues que todavía no ha dado el salto al secesionismo.

Es un salto al vacío. Eso ya lo sabemos. Y eso no cambia nada. Eso, también lo sabemos. Dos millones de españoles en Cataluña no quieren serlo. No hay acontecimiento alguno que les haga cambiar de opinión. El nacionalismo rechaza la realidad como el agua los tejidos hidrófobos. Un nacionalista podría estar sumergido en una solución de realidad, y saldría de ella como ha entrado; inmune a cualquier contradicción entre el discurso aprendido y lo que acontece.

Verbigracia: Los catalanes somos más europeos que los espanyols, y ya veremos si les permitiremos permanecer en la UE o no cuando el resto de naciones nos acojan jubilosos. Luego resulta que las instituciones europeas siguen advirtiendo de que Catalunya sería un tercer Estado, que ningún país les apoya, que la prensa europea les toma a chufla. Y ahora denuncian a la UE como órgano del franquismosurpirenaico. Y, así, han pasado de concedernos el privilegio de admirar su modernidad irresistible a asumir el discurso de Marine Le Pen, Syriza, UKIP y demás.

Verbigracia: Espanya ens roba porque nosotros sabemos crear riqueza, y el resto de españoles sólo sabe gastar los subsidios que nosotros pagamos. Si nos liberásemos del yugo castellano (en el que está Aragón, por otro lado), podríamos multiplicar por siete nuestro crecimiento (según ha dicho ERC). Además, el cuerno de la abundancia no cruzaría el Ebro, y con este torrente de riqueza curaríamos el cáncer. Pero las empresas huyen para siempre de Cataluña, sólo con la perspectiva de que pudiese crear una república.

No importa. Nada importa. No hay realidad que una ideología no pueda ocultar. Esa ideología nacionalista se ha inoculado de forma sistemática desde las aulas y desde los medios de comunicación a los que se les ha permitido trabajar en Cataluña. Los medios merecen una reflexión, pero ¿qué podemos hacer con la educación en Cataluña? ¿Y en el resto de España? Es la educación sentimental, la transmisión de amores y odios asociados a símbolos, lo que tenemos que desterrar de las aulas. El ideal liberal y republicano es formar ciudadanos cultos, críticos, y que se formen sus propias ideas, no convertirles en agentes de líderes tribales.

José María Aznar es una de las personas que más han hecho para disolver la idea de España. Por un lado, la ancló a algo tan reciente, y tan arbitrario, como la Constitución del año 78. España es una creación de unos cuantos políticos tras la muerte de Franco. Tal es la vigencia del “nacionalismo constitucional” aznarita, que su sucesor no se atreve jamás a defender a España, y a lo más que llega es a defender la Constitución y las leyes.

Por otro lado, es él, Aznar, quien cedió el control de la educación a las Comunidades Autónomas. Ahora, cada consejerillo tiene su librillo, y en las regiones gobernadas por nacionalistas, España es una potencia extranjera aborrecible. ¿Cuál es la solución? ¿Recentralizar las competencias en Educación? No.

Es verdad que hay que arrebatarle a las Comunidades Autónomas todo lo que no sea pagar las infraestructuras y el personal. Y que el Estado debería poder vigilar qué se enseña en los centros públicos y tomar decisiones efectivas, como expulsar un libro del currículo o suspender a profesores y directores de centros, si se dedican a adoctrinar. Es cierto que el mercado de profesores debería ser nacional, y que cualquier español tendría que poder optar a un puesto en un colegio público de cualquier región, sin restricciones. Sólo con eso, saldríamos ganando.

Pero también hay que descentralizar, y dejar la decisión última sobre la educación de los alumnos recaiga en sus padres. Es muy fácil, y los beneficios serían enormes. Sólo hay que seguir tres principios. El primero, que haya plena libertad curricular. No es necesario, ni conveniente, que el Ministerio o una Comunidad Autónoma elijan qué van a estudiar los alumnos. Asociaciones de colegios, o de universidades, o las Reales Academias, todas ellas podrían proponer currículos para que los elijan los colegios, tanto los públicos como los privados. El Ministerio, eso sí, podría proponer unos criterios para que el currículo tenga un carácter oficial, pero sin prohibir que otros prefieran proponer un itinerario distinto para la formación de los estudiantes.

Segundo principio: libertad de los centros. Tanto los privados como los concertados y públicos deberían poder elegir qué currículo adoptar, o variarlo en algún sentido en función del proyecto educativo que le quieran proponer a los padres.

Y llegamos al tercer principio: libertad de elección de centro por parte de los padres. No hace falta ni acabar con el actual sistema; se pueden mantener los tres tipos de centro que se dan en España. Esa libertad de elección se puede reforzar por medio del cheque escolar.

Tres principios, y un resultado absolutamente necesario: quitar las sucias manos de los políticos de la educación. Ni los nacionalistas catalanes, ni los vascos, ni los librillos autonómicos. Nada que no deseen los padres para sus hijos. Y así acabaríamos casi por completo con la educación sentimental.

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