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La entelequia de los derechos colectivos

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La sentencia del procés del pasado 15 de octubre y sobre todo sus reacciones, como ya lo hizo la huelga de taxistas en el mes de enero, revivía una vez más el eterno debate sobre los límites de los derechos colectivos.

Para contextualizar al lector, los derechos colectivos son derechos cuyo sujeto es un conjunto de individuos, no como miembros del grupo, sino que son reconocidos y ejercidos por agrupaciones. Y a través de estos se pretende proteger sus intereses e identidad. El ejemplo más común es el derecho a la autodeterminación de los pueblos, recogido por la ONU en su Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. También los son los derechos lingüísticos, que protegen el uso y reconocimiento de ciertas lenguas en el ámbito público, o los derechos de los grupos religiosos a participar en expresiones públicas de su fe y a que sus espacios sagrados no sean profanados.

En algunas ocasiones este tipo de derechos han derivado en lo que Will Kymlica denomina derechos diferenciados en función de grupo. Estos (privilegios) son reconocidos únicamente a ciertos grupos en una sociedad, pero no a todos. Un ejemplo es el derecho que, en países como Guatemala, las minorías indígenas tienen a conservar sus propias normas, incluyendo su propio código penal y sus propios tribunales, y no verse necesariamente sujetas a las normas generales que rigen al resto de miembros y grupos de esa sociedad.

Los derechos colectivos, sobre todo desde la I Guerra Mundial, no solo han ganado importancia en el debate público y académico, sino que también han sido introducidos en las legislaciones de casi todos los países del mundo. Sin embargo, mientras que el reconocimiento de los derechos individuales goza de una amplísima aceptación en todos los ámbitos, pues no es difícil pensar en los individuos como sujetos de derecho, no sucede lo mismo con los colectivos.

Los liberales, por ejemplo, entendemos los derechos como la forma de desarrollar las facultades propias de los individuos. Así reconocemos el derecho a la vida, a la no interferencia de terceros o a la propiedad privada. Los comunitaristas, en cambio, identifican en algunos colectivos una suerte de identidad de terceros propia e independiente de la de sus miembros, que debe ser protegida, sobre todo cuando se trata de grupos minoritarios cuya supervivencia puede peligrar por asimilación o imposición de la mayoría. La nación suele ser el ejemplo por excelencia.

Una de las mayores críticas al liberalismo viene precisamente del comunitarismo, que le achaca una falta de preocupación por las agrupaciones humanas. Para los comunitaristas, los liberales, al poner en el centro de sus análisis al individuo, rechazan la importancia social de los colectivos y la necesidad de protegerlos, reduciéndolos a la mera agregación de intereses o características individuales. Pero esto no es del todo cierto.

Los individuos se asocian en grupos y estos son importantes para ellos y para la sociedad, tanto para la cohesión social como para la convivencia pacífica. En condiciones de incertidumbre y cuando los costes de información son altos y no están estandarizados, los grupos ayudan a disminuirlos. Nos ofrecen paquetes que nos permiten conocer más fácilmente el mundo que nos rodea. Ahora bien, su utilidad social no es suficiente para hablar de una identidad propia y de una consideración moral particular y diferente de la de sus miembros que hagan justificable una protección especial más allá de la que otorgan los derechos individuales.

En primer lugar es difícil determinar qué grupos merecen mayor reconocimiento y protección. De hecho, la familia es la institución humana más universalizada en el tiempo y en el espacio. Es una realidad antropológica, histórica y cultural a través de la que los individuos, unidos por lazos de sangre, cohabitación, crianza o afinidad, se desarrollan. Sin embargo no suele entrar dentro de las reivindicaciones tradicionales de derechos colectivos.

En cambio, nos empeñamos en reclamar unos supuestos derechos para agrupaciones que ni siquiera podemos definir de forma unánime, como la nación, y cuyos lazos son más débiles. Es más, si lo que importa es la identidad colectiva, tiene más sentido hablar de ella en aquellos grupos que gozan de una estructura formal independiente de la de sus miembros, que no varía a pesar de que sus integrantes lo hagan, como en los clubes deportivos o los departamentos universitarios. Sin embargo, tampoco suelen protagonizar la reivindicación de este tipo de derechos.

También es difícil afirmar que el hecho de compartir una serie de características, sean estas las que sean, hace de las agrupaciones entes con un estatus moral separado, homogéneo, perdurable y fácilmente identificable. Los grupos son realidades cambiantes, muy sensibles tanto a cambios endógenos (asociados a la propia evolución de sus integrantes), como a cambios exógenos (asociados a situaciones políticas e institucionales cambiantes). Aunque haya mujeres que se organicen en torno a grupos feministas, resulta difícil pensar que las mujeres constituyen un colectivo tan homogéneo como para hablar de un interés grupal concreto.

Al final, la configuración de derechos colectivos alrededor de grupos heterogéneos se acaba traduciendo en la institucionalización de los intereses de grupos privilegiados que, en muchas ocasiones, terminan por cercenar los derechos de los individuos cuyos intereses son minoritarios, se encuentran desorganizados o no están presentes e la formación de las normas que rigen las relaciones en el seno de una sociedad.

Asimismo, no todo aquello que es valioso genera un derecho moral. El valor es un aspecto subjetivo muy difícil de determinar. Pero incluso cuando se pueden identificar los elementos que configuran los grupos y el valor que estos tienen para la sociedad, no está claro que la única forma de proteger los intereses minoritarios sea a través de la institucionalización de dichos derechos. Por poner otro ejemplo. Partiendo de la base de que existe un derecho a que cada individuo pueda expresarse y ser educado en la lengua que considere sin que ninguna otra persona coarte su libertad, no parece necesario el reconocimiento de un derecho colectivo para que esta protección se haga efectiva, el mismo derecho a la libertad de expresión ya hace ese trabajo.

Por otro lado, se suele caer en el error de creer que el hecho de que los colectivos no sean titulares de derechos implica que los derechos individuales no se puedan ejercer de forma colectiva. Y eso no es cierto. Así como el derecho de propiedad es un derecho individual, este puede ejercerse colectivamente dando lugar a la copropiedad o propiedad comunal.

Hay otros derechos que no tienen tanta repercusión cuando se ejercen de forma individual y se suelen ejercer colectivamente, como el derecho de manifestación. Pero es el individuo el único sujeto que merece consideración moral, y son sus intereses los únicos que merecen protección, no como miembros de agrupaciones, ni siquiera como miembros de la sociedad, sino por el mero hecho de ser individuos.

Los derechos colectivos, de existir, no pueden usarse como excusa para cercenar o limitar derechos individuales, sino que deben subordinarse siempre a estos. Puesto que los primeros son un mero producto del derecho positivo.

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