Lo previsible es que en las elecciones a la Asamblea Constituyente haya una participación mínima.
Venezuela está llevando a sus últimas consecuencias lo que Pedro Almodóvar llama “experiencia democrática venezolana”, que es acabar con lo que resta de verdadera democracia en aquél país.
La actual Constitución es ya más bolivariana, es decir, menos democrática, que la anterior. Pero tiene aún los mecanismos y las formas de cualquier otro sistema político basado en el voto institucionalizado y recurrente, como la elección del presidente de la República o de una Asamblea Nacional. Incluso en este ámbito ocurrió en Venezuela en diciembre de 2015 algo típico de un desempeño democrático, como es el hecho de que en las últimas elecciones legislativas la oposición haya obtenido una amplia mayoría. Eso no ocurre en una dictadura.
La presidencia se renueva cada seis años, pero a diferencia del caso mejicano, se puede renovar de forma indefinida. Nicolás Maduro, en unas elecciones plagadas de irregularidades y por un estrecho margen, ganó a Henrique Capriles en abril de 2013. Eso quiere decir que en el plazo de dos años tendrá que haber de nuevo elecciones y el conductor de autobuses, u otro candidato del régimen, tendrá que obtener más votos que Capriles o, más probablemente, Leopoldo López.
Hablo de régimen pues es más que un gobierno. No se trata de que un partido, que recaba el apoyo mayoritario de una parte de la sociedad, gestione temporalmente las instituciones hasta que se renueven en una futura elección. Sino que desde el poder (y el chavismo lo ocupa desde 1999) se ha creado una estructura paralela. En ella, una banda controla los resortes del Estado, y con esos medios se enriquece con los combustibles minerales y el narcotráfico. La política de izquierdas, que es genuina en un doble sentido (creen en ella y su aplicación es concienzuda y eficaz), sirve también como cobertura ideológica.
Las bases de ese régimen, que es el negocio asociado a los hidrocarburos y el tráfico de drogas, no son democráticos; ni siquiera son políticos. Y los automatismos del voto amenazan su continuidad, especialmente ahora, que el crédito del chavismo se ha desplomado. La democracia, que ha legitimado al chavismo estas dos décadas, se ha convertido en una amenaza. La popularidad de Nicolás Maduro ronda el 11 por ciento. Y cinco de cada seis venezolanos votaría a favor de revocarle.
Concederle al pueblo de Venezuela el abandono del poder no es una opción. De modo que hay que articular un mecanismo que se pueda calificar de democrático en algún sentido, pero que no lo sea, y que permita la perpetuación en el poder del chavismo. Esta es la lógica detrás de la llamada Asamblea Constituyente.
El régimen socialista de Maduro se ha aferrado a uno de los Artículos de la Constitución para realizar un cambio esencial en la misma sin abrir un proceso que la substituyese por otra. La norma prevé, en sus artículos 347 y 348, que esos cambios cuenten con la aprobación del pueblo en un referéndum, pero toda esta operación está pensada precisamente para evitar que hable el pueblo de Venezuela.
Este cambio prevé nada menos que crear una nueva Cámara, una Asamblea Constituyente, que a su vez tendrá poderes para modificar la estructura institucional. Lo interesante de esta institución es que su elección no tiene nada de democrática, aunque haya una recolección de votos. Maduro ha explicado que en la elección, que se celebra el día 30, no participarán “los partidos de élite”, dice Maduro. Léase: no participarán los partidos de la oposición. ¿Quién articula entonces el voto?
La Constituyente la formarán 545 diputados; 364 sobre una base territorial y otros 173 del “ámbito sectorial”. No se parten de las circunscripciones tradicionales, sino que será un diputado por municipio, independientemente de la población. Porque la población no es lo importante, sino su articulación política por medio de organizaciones afines. Y los sectoriales proceden de organizaciones estudiantiles, campesinas, empresariales, pensionistas, sindicales, étnicas…
Lo relevante es que quien aprueba las candidaturas (hay cerca de 6.000) es el propio gobierno. Y no hay una sola que sea de la oposición. La Asamblea Constituyente es una máscara, elegida con los mismos principios que las Cortes Españolas durante la época de Franco, sin ninguna representatividad más que la del propio régimen. Los mismos que en España dicen estar contra la dictadura franquista defienden la creación de este engendro. El régimen se vale de este ardid político para institucionalizar un gobierno autoritario.
Una vez creada, sustituirá a la Asamblea Nacional, último resquicio de democracia en Venezuela. El gobierno primero le quitó todas sus atribuciones (la primera el control del Banco Central, por cierto), y luego mandó a sus esbirros a ejercer la violencia, o el socialismo, contra los representantes del pueblo. El último paso va a ser borrarlos de las instituciones.
Lo previsible es que en las elecciones a la Asamblea Constituyente haya una participación mínima. Y que la comunidad internacional se vea obligada a reconocer que Venezuela ha dejado de ser democrática. Como demuestra la excarcelación de Leopoldo López, el régimen es sensible a las presiones exteriores. Pero no va a renunciar a su Asamblea Constituyente, porque en ella le va la vida.
Nicolás Maduro ha dicho que la AC es una “alternativa para la paz”. Son palabras muy significativas. Porque su respuesta a la alternativa actual, la oposición vertebrada en la MUD, será la guerra sin cuartel.
En la concepción de la Asamblea Constituyente se ve la inspiración de quienes en España han creado Podemos. El objetivo político último de Pablo Iglesias et al es convocar desde el gobierno un referéndum para modificar la Constitución. No es el procedimiento previsto por la Constitución, pero ¿quién se va a oponer a un proceso democrático? ¿Quién teme lo que vaya a decidir el pueblo español? Ya nos lo sabemos. Por eso las llamadas desde la Prensa, como la que ha hecho recientemente el diario El País, a que Podemos deje de apoyar la deriva autoritaria venezolana son en vano. Venezuela, una vez más, será el ejemplo para la “experiencia democrática española” que nos espera.