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La filosofía de la humildad

Publicado en Libertad Digital

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Los liberales conocen sus limitaciones: el hombre es ignorante, aunque la humanidad es muy sabia.

«¡Ladrones! ¡Inútiles! ¡Vagos!» Cuando el ciudadano medio protesta contra sus gobernantes, casi siempre apela a sus carencias. Si sube el paro, los salarios no son lo suficientemente elevados, hay déficit público o se congelan las pensiones, debe ser porque alguien lo impide. Algún tipo malvado, estúpido o incompetente está intentado lucrarse y, al mismo tiempo, perjudicando a sus conciudadanos.

Y sí, en este 2020 que ahora comienza, los políticos españoles no nos dan demasiados motivos para rebatir esas críticas. Muchos de los más altos cargos de nuestro país están ocupados por tipos que son más bien mediocres y tienen enormes carencias, intelectuales y morales.

Sin embargo, tras esa protesta se esconde un reverso peligroso. Son muchos los que piensan que la clave de la prosperidad reside en un Gobierno integrado por los más inteligentes, bondadosos y honestos ciudadanos. Lo que habría que hacer, creen, es entregar el poder a los mejores y dejarles organizar la sociedad conforme a su sabiduría y buen criterio.

El siglo XX debería habernos enseñado los peligros que nos aguardan detrás de esta idea. Algunos de los intelectuales más insignes, los científicos mejor preparados y los artistas más brillantes estuvieron entre los más destacados seguidores del comunismo o el nazismo. Y no sólo como apologistas sino, en muchos casos, trabajando de forma concienzuda en estos regímenes. Ni siquiera su fracaso les hizo replantearse sus tesis. Si la realidad no encaja en mi informe, lo que está mal es la realidad y tengo que adaptarla a mi planteamiento inicial (a martillazos, literalmente, si es necesario).

Humildad

Enfrente, el liberalismo económico siempre me ha parecido la filosofía de la humildad. De hecho, una de las narraciones que más famosas se han hecho en las últimas décadas se titula, simplemente, Yo, el lápiz. Y parte de una verdad tan evidente como incomprendida: nadie en el mundo sabe hacer un lápiz. Desde los leñadores de California a los mineros de grafito de Sri Lanka, pasando por todos aquellos que produjeron las herramientas que estos utilizan, millones de personas están interconectadas en la tarea de hacer un sencillo y modesto lapicero. No sólo eso, sino que, a pesar de que todos esos miles de persona colaboran (y cobran) por hacer ese lápiz, el precio que el tendero nos pedirá cuando acudamos a la papelería a comprarlo será de apenas unos pocos céntimos de euro. ¿Cómo puede ser?

Pues, hace ya casi 250 años, Adam Smith nos lo explicó con una metáfora genial e incomprendida (sobre todo por los que no le leyeron, porque el filósofo escocés era bastante claro): una «mano invisible» coordinaba, sin que ellos lo supieran, el trabajo de aquellos leñadores norteamericanos con el de los mineros del sur de Asia. Y lo hacía no a través de un plan quinquenal o una oficina intergubernamental; ni siquiera era necesaria una comisión de estudio: bastaba con los precios, la oferta y la demanda. O lo que es lo mismo, las acciones de miles de consumidores y productores que cada día interactúan en el mercado. Cada uno busca su propio beneficio; y al mismo tiempo sabe que tendrá que pensar en sus vecinos para obtener su sustento diario.

Smith, que era un filósofo moral, nunca predicó, a pesar de lo que dicen los que no le han leído, el egoísmo ciego o la codicia. Lo que nos enseñó es que el mercado y el capitalismo tienen dos grandes ventajas sobre la planificación política: (1) reúnen una enorme cantidad de información que nunca, ningún Gobierno, por poderoso que sea, podrá acaparar; y (2) nos obligan a todos a pensar en los demás, en sus gustos y necesidades, para prosperar.

Además, el mercado nos hace más sabios y eficientes, a través de la división del trabajo y la acumulación de capital. El conocimiento que podemos aprender cada uno de nosotros es muy limitado. Si tuviéramos que hacer todo aquello que consumimos (como ocurre, por otro lado, en las sociedades primitivas y en las menos desarrolladas), seríamos más pobres y estaríamos más limitados. Aunque parezca lo contrario, nuestros abuelos, que aparentemente sabían hacer «muchas cosas», en realidad no podían hacer bien casi ninguna. Hace 2-3 siglos, nuestros antepasados eran costureros, carpinteros, ganaderos,… por obligación. Y al mismo tiempo tenían muchos menos bienes a su disposición que cualquiera de nosotros. Somos productores especialistas y consumidores generalistas: cada uno de nosotros hace lo que mejor sabe, lo lleva al mercado e intercambia el producto de su trabajo por los miles de productos que otros productores especialistas han puesto a nuestra disposición. Y la humanidad es tan eficiente como el mejor de sus carpinteros-costureros-ganaderos: porque nos beneficiamos del producto de su trabajo sin tener que aprender la profesión por nosotros mismos.

Esta idea, revolucionaria en su momento, viene acompañada de dos derivadas: la primera es que, si la división del trabajo es buena y somos más productivos en conjunto si cada uno se especializa en lo que mejor sabe hacer, cuanto más ampliemos nuestro mercado, más nos aprovecharemos de este potencial. El comercio internacional nos proporciona los bienes de los productores más eficientes. Y no sólo eso, es que incluso aunque los demás no quieran abrir sus fronteras a nuestros productos, para nosotros sería bueno mantener las nuestras abiertas a los suyos: sería absurdo renunciar a comprar fuera lo que otros hacen de forma más eficiente y barata. Porque, además, eso nos permitiría concentrarnos en hacer aquello en lo que nosotros sobresalimos.

Smith también se da cuenta de algo que ahora nos parece evidente, pero durante muchos siglos sonaba contraintuitivo: el comercio no es un juego de suma cero. Hasta entonces se pensaba que, cuando dos personas (o países) intercambian algo, uno sale ganando y el otro perdiendo. De ahí el mercantilismo y su obsesión con impulsar las exportaciones y dificultar las importaciones (por cierto, una idea muy de moda también en nuestros días). No es así: precisamente porque cada uno valoramos los bienes de forma diferente, cuando se realiza un intercambio libre, éste se produce porque las dos partes piensan que salen ganando. Cada uno está mejor después del trato de lo que estaba antes. Si no, no haría ese trato.

¿Orden y progreso?

Más de siglo y medio después de Smith, un austriaco que vivía en Reino Unido y EEUU, nos explicó el verdadero significado del mercado través de otra metáfora genial y que también giraba en torno a la humildad: hablamos de Friedrich A. Hayek y su «orden espontáneo».

Hayek se da cuenta de que el hombre es muy ignorante, pero la humanidad es bastante sabia. El conocimiento que cada uno de nosotros tenemos es muy limitado; pero, al mismo tiempo, el conocimiento que entre todos podemos acumular es inmenso.

Los populismos intervencionistas que nos rodean en estas primeras décadas del siglo XXI siguen sin entenderlo. Si el plan no sale bien es porque no han sido las personas adecuadas las que lo han intentado llevar a cabo o porque alguien lo está saboteando. Los culpables cambian, pero las soluciones (fracasadas) son siempre las mismas. Los populistas que se posicionan como contestatarios, señalan como culpables a la corrupción, la incompetencia o los intereses creados. Mientras, los populistas académico-político-mediáticos, los que hasta ahora han ocupado el poder y temen ser desalojados por esos otros recién llegados, más gritones pero que en el fondo que tampoco se diferencian tanto de ellos, elaboran más el relato para explicar lo que no funciona. Pero nunca se miran a sí mismos. Porque su proyecto de reforma no salió bien, pero eso no pudo ser por su culpa. Ellos tenían todas las respuestas. Y lo explica de maravilla un paper de la Universidad de Minnesota.

Los que somos conservadores porque somos liberales (y somos liberales porque somos conservadores) sabemos que Hayek, a pesar de cómo se definió a sí mismo, también lo es. No hay nada más conservador que esa idea de un orden espontáneo que va desarrollándose sin que nadie lo organice, con pequeños pasos, por un proceso de prueba y error que va depurando los procesos menos eficientes y haciendo que sobrevivan los que mejor se adaptan a nuestra verdadera naturaleza. Frente a la fatal arrogancia del planificador que cree que puede cambiar una sociedad de arriba a abajo armado con un relato científico de la historia, un tubo de ensayo o una hoja de Excel, Hayek contrapone la prudencia del que se sabe ignorante y limitado. Si funciona, no lo toques; si algo ha sobrevivido cientos de años, pregúntate por qué; es mucho más fácil destruir (se puede hacer en un día) que construir (hay procesos que han tardado siglos en desarrollarse por completo). Las instituciones más valiosas que el ser humano ha creado (el mercado, la familia, el lenguaje, el dinero…) no han surgido de la mente de ningún planificador genial, sino de ese proceso descentralizado y espontáneo que es fruto de las decisiones aisladas de millones de individuos.

Por eso odiaron a Hayek desde el principio los «socialistas de todos los partidos», porque les puso delante el espejo en el que se reflejaban sus limitaciones. En una etiqueta de un precio hay más información de la que la subcomisión ministerial más preparada pueda reunir para el informe más detallado imaginable.

Porque no hay nadie mejor que el individuo (rico o pobre, con estudios o sin ellos…) para organizar su propia vida. Todos poseemos un conocimiento sobre nuestras circunstancias, gustos (que, además, son cambiantes), necesidades, objetivos, vivencias… que es imposible transmitir. La razón por la que los planificadores fracasan al organizar la vida de sus ciudadanos no es maldad (aunque también la hay en ocasiones) ni estupidez, sino incapacidad. Nunca podrán saber, ni aunque les pregunten a cada uno de esos ciudadanos, qué necesitan y cuál es la mejor manera de conseguirlo.

Evidentemente, aquí juegan un papel muy importante los incentivos: por una parte, es más justo que cada uno soportemos las consecuencias (buenas y malas) de nuestras decisiones. Pero es que, además, es mucho más eficiente. Aprendemos más, depuramos nuestros errores y maximizamos nuestros aciertos cuando hay una relación directa entre nuestras acciones y sus resultados. Éste es, aunque sus protagonistas lo ignoran, uno de los grandes problemas de la política y la organización administrativa contemporánea: mucha gente tomando decisiones que afectan a la vida de millones de otras personas y cuyos resultados a los planificadores no les influyen en absoluto (ni para bien ni para mal).

Los fundamentos

Si cada individuo es diferente, en gustos, preferencias, necesidades y objetivos, el corolario lógico es la libertad. Sólo a través del dominio y control sobre su propia vida podrá perseguir esos planes vitales. Libertad y propiedad que, en realidad, son dos caras de la misma moneda: sólo puedes ser verdaderamente libre si puedes decidir sobre tu propiedad (la primera de las cuales reside en su fuerza de trabajo) y uno sólo es propietario de algo si es libre para disponer de eso mismo.

Por todo esto, también es lógico que la política, uniformadora e intervencionista por definición, mire con la desconfianza del enemigo al liberalismo.

Y eso que aquí existen al menos tres equívocos muy dañinos para el liberalismo: el primero es el que lo asocia a un individualismo extremo, ultra-competitivo o salvaje. En realidad, es lo contrario: el mercado es el reino de la cooperación. Como vimos en la historia del lápiz, sólo con el trabajo conjunto de miles de personas (en muchos casos desconocidas) podemos producir hasta al más humilde de los bienes que consumimos. Del mismo modo, la familia, los clubes y las asociaciones de todo tipo son las instituciones más liberales que uno pueda imaginarse. La clave aquí no es que sean colectivas o individuales: es que la adscripción es voluntaria. La diferencia es que en el mercado se coopera para engrandecer la tarta y se hace a través de acuerdos que favorecen a las dos partes. En la lucha por los recursos públicos, lo que unos reciben siempre llega del bolsillo de otros: por eso, ahí sí, en el reparto presupuestario, vemos peleas, grupos de presión, chantajes, lucha por el poder… Donde acaba la cooperación, comienza el enfrentamiento.

En segundo lugar, la defensa del individuo y de las diferencias entre personas, familias o colectivos muy diversos se vincula a la despreocupación moral. A una especie de «todo vale porque todos podemos tener nuestras razones». Otra majadería que habría hecho que Mariana o Smith o el propio Hayek palidecieran de horror. El liberalismo es moral desde sus bases porque exige el respeto al otro y a sus decisiones. Pero ni es neutro en su valoración de lo que le rodea ni impide que los individuos y los grupos castiguen aquellos comportamientos que, aunque quizás sean legales, merecen su reprobación.

Aquí, además, hay un punto que no siempre se valora: las distorsiones (que cada día van a más) que el Estado introduce en nuestras decisiones por la vía de repartir las cargas, culpas y costes de actitudes completamente asociales. Cuando alguien dice «yo tengo derecho a…», también debería asumir que los demás tienen el mismo derecho a ignorarle (o incluso despreciarle) y, desde luego, ninguna obligación a sostenerle en caso de que esa decisión genere las consecuencias previsibles.

Por supuesto, esa defensa moral también abarca la solidaridad real, que los liberales siempre han asociado a la libre voluntad: la moral de una acción en apariencia positiva desaparece si se fundamenta en la coacción. Podemos discutir si existe legitimidad en la acción del Estado que quita a unos para dar a otros (es un tema inabarcable y muy interesante)… pero llamarlo «solidaridad» suena como mínimo a engaño. «Impuesto» es una palabra mucho más precisa.

Por último, se asocia liberalismo a una especie de anarco-capitalismo extremo que exige la desaparición del Estado. Y sí, es cierto que hay reputados autores que creen que sería posible (y mejor) una organización social que prescindiese de los estados. Pero la mayoría de autores liberales coinciden en que es necesario un Estado que garantice las condiciones en las que esa libertad pueda darse. Aquí puede haber una discusión eterna, sobre en qué ámbitos es legítima esa intervención.

Pero más allá de ese debate, en lo que los liberales coinciden es en la necesidad de que ese Estado sea pequeño y eficiente: que garantice la libertad y la propiedad; que vigile para que se respeten los contratos libres y para que las reglas del juego sean iguales para todos. La paradoja es que en las últimas décadas hemos vivido un proceso mediante el cual los estados en expansión cada vez dedican menos recursos a aquellos objetivos para los que fueron creados (y que podríamos resumir en defensa, seguridad o justicia), mientras van expandiendo sus redes a ámbitos que nadie habría imaginado que deberían ser de su incumbencia. Así, los estados pequeños, limitados y eficientes dan paso a mastodónticas estructuras burocráticas, carísimas, expansivas e inoperantes, que por abarcar mucho dejan de apretar precisamente en aquello que debiera ser su primer objetivo. La mayoría de los estados modernos hace mucho tiempo que sobrepasaron todos los límites que sus fundadores previeron y, parapetados tras la excusa democrática, limitan la libertad de sus ciudadanos como no se habrían atrevido a hacer los en teoría absolutos monarcas de otras épocas.

Los resultados

Sólo con lo dicho hasta ahora ya deberíamos tener ganado el debate. Pero, además, tenemos de nuestro lado los resultados. Lo explica de maravilla Manuel Llamas en este fantástico artículo. Porque, a pesar de todo el ruido que hacen sus enemigos, es evidente que el capitalismo y el liberalismo han generado un incremento de la prosperidad inimaginable hasta hace un par de siglos. Esperanza de vida, escolarización, acceso a suministros básicos, ingresos per cápita, incidencia de determinadas enfermedades… sea cual sea el indicador, una mirada objetiva al mundo que nos rodea sólo puede confirmar que vivimos mejor que nunca y que los beneficios de ese progreso alcanzan cada día más regiones y a más personas.

Quedan muchos retos por delante, pero el camino que comenzó en la Europa Medieval, en las ferias comerciales que facilitaron el desarrollo de nuevos mercados; en las ciudades italianas y flamencas que iniciaron las finanzas modernas; en los barcos de los navegantes españoles o portugueses que abrieron nuevas rutas por todo el globo… ese camino sigue abierto para las sociedades que quieran transitar por el mismo. Es el camino de la libertad y la cooperación entre los seres humanos. Como todos los grandes viajeros de la historia, para recorrerlo debemos ser, a un tiempo, ambiciosos y humildes.

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