El miedo proteccionista lleva a Occidente a desandar el camino recorrido poniendo trabas a la inversión privada.
El pasado 30 de marzo, el Instituto Juan de Mariana recibía a la historiadora económica Deirdre McCloskey. En su charla, “Cómo el liberalismo enriqueció al mundo”, expuso su conocida tesis que atribuye el enorme aumento de la renta media por habitante durante el siglo XIX y el extraordinario progreso económico actual a la innovación. Para McCloskey, no es tanto en la acumulación de capital donde reside la clave del progreso económico, como en la emergencia de innovaciones y su difusión gracias a las fronteras abiertas. Los postulados básicos del liberalismo clásico, el cumplimiento de los contratos, la propiedad privada, la rendición de cuentas y la igualdad ante la ley, han sido el marco adecuado para esta profusión y difusión de innovaciones que han mejorado la situación económica especialmente de los menos favorecidos. Uno de los ejemplos que utilizó para ilustrar sus afirmaciones es el de la China imperial, cuna de grandes inventos, pero cuya economía dejaba mucho que desear y cuya población vivía en condiciones tremendas. Porque la innovación no consiste solamente en inventar sino en rentabilizar ese invento, y para ello hay que incorporarlo al proceso productivo. Y, además, solamente un mercado abierto, basado en el intercambio voluntario, puede ser el redistribuidor eficiente de esas innovaciones. En el mercado libre, al ampliar el ámbito, se ajustan los precios a la baja, permitiendo que el bien o servicio sea más asequible. Eso es lo que sucedió en el siglo XIX cuando la bajada de aranceles permitió la convergencia de precios y salarios.
Precisamente, el ejemplo de Deirdre McCloskey llega en un momento en el que China y Estados Unidos están a punto iniciar lo que puede convertirse en una guerra comercial. Los aranceles de Trump al acero y el aluminio han tenido otra subida de aranceles como respuesta por parte de Xi Jinping, en esta ocasión, a productos cárnicos y hortícolas estadounidenses. No es la primera vez que un presidente republicano sube los aranceles al acero. Ya lo hizo George Bush en el año 2002, empujado por el poderoso lobby del acero y en contra de las recomendaciones de la Organización Mundial del Comercio. El resultado, de acuerdo con el informe de la Fundación CITAC (Consuming-Industries Trade Action Coalition), fue que se destruyeron más empleos de los que se crearon en el sector y se generaron cuantiosas pérdidas en la economía. Tanto fue así que se tuvo que abandonar prematuramente el plan, diseñado para un período de tres años.
Por su parte, Xi Jinping sigue embarcado en su misión de hacer de la República Popular China una potencia mundial para el año 2050. Ya ha logrado el respaldo político necesario. Por un lado, su filosofía política se ha incluido en la Constitución; y, por otro lado, ha logrado que se apruebe la ley que le permite presentarse a la presidencia indefinidamente. A pesar de su compromiso explícito con el marxismo, Jinping ha entendido la necesidad de incluir la globalización y el progreso económico como parte de esa estrategia a largo plazo. Los otros ámbitos son el militar y la integración interna. Para que ese progreso económico tenga lugar, una vez que China ha comprobado que la apertura comercial beneficia a la sociedad, es imprescindible abordar el reto que McCloskey plantea: la innovación abierta.
En este terreno, las claves que presentan a China caminando en la buena dirección son varias. Primero, desde hace un tiempo, el número de estudiantes chinos que son doctores por universidades estadounidenses en carreras relacionadas con los sectores innovadores crece a una velocidad mayor que el de los doctores norteamericanos. La capacidad de innovación de Estados Unidos, de hecho, depende de los cerebros de inmigrantes, chinos en gran parte. Uno de los problemas que podrían traer consigo las restricciones migratorias de Trump se refieren al futuro de la innovación en Estados Unidos, en caso de que los inmigrantes tuvieran que regresar a sus países de origen. Por otro lado, las autoridades chinas están haciendo todo lo posible para que los científicos e investigadores chinos tengan incentivos para volver a casa.
Y eso lleva al segundo punto, la inversión en tecnología y en innovación. El dinero invertido ya está obteniendo resultados en dos campos: la inteligencia artificial, donde destacan los avances en automóviles sin conductor, y los estudios de manipulación genética, donde ya es una realidad la plataforma Bei’Genes, donde se investiga la tecnología CRISPR. Ya se habla de Beijing como el próximo “Silicon Valley”. La industria aeroespacial es otro de los puntos fuertes donde China quiere destacar. Aunque de momento es un demandante de procesos y servicios, el objetivo “Made in China 2025” es un claro indicador de la estrategia. Merece la pena lograr una concesión por cinco o siete años de suministro de servicios, materiales y lo que haga falta, en un mercado tan amplio. Actualmente, China, con sus 1.300 millones de habitantes, sigue siendo un mercado que no puede ser ignorado por las empresas occidentales. En ese tiempo, China puede aprender a desarrollar sus propias empresas, como ya ha hecho con la telefonía móvil. La difusión en su propio territorio culminaría el proceso.
El tercer punto se refiere a un requisito muy importante para que ese aprendizaje tenga sentido: la financiación. En este punto, el gobierno ya ha ideado la emisión de CDR (recibos de depósitos) que tienen como objetivo lograr que las empresas tecnológicas chinas que cotizan en el extranjero vuelvan a casa.
Parece que China está dando pasos de gigante, incluso a veces poniendo en cuestión la doctrina marxista, hacia el progreso económico tal y como lo expone McCloskey. Falta por lograr el respeto a la propiedad privada generalizada y a libertades fundamentales como la de expresión, que siguen siendo reguladas arbitrariamente por el Partido Comunista Chino.
Mientras tanto, el miedo proteccionista lleva a Occidente a desandar el camino recorrido poniendo trabas a la inversión privada, minando la investigación a través de la corrupción de la educación superior, y cerrando fronteras.