Si aspiramos a bajar impuestos con intensidad y de manera sostenible, resultará imprescindible meter la tijera en el lado del gasto.
Trump cumple con lo prometido: su “revolución fiscal” ya está encima de la mesa. Una rebaja del Impuesto sobre Sociedades del 35% al 15%; una reducción del IRPF desde los actuales tramos del 10%-15%-25%-28%-33%-35%-39,6% a unos del 10-25%-35%; la supresión del Impuesto sobre Sucesiones; y la eliminación del recargo del 3,8% sobre las rentas del ahorro dirigido a cofinanciar el Obamacare.
Evidentemente, todo liberal no puede más que alegrarse de que un político busque reducir impuestos en lugar de multiplicarlos: minorar el monto del expolio estatal sobre los ciudadanos no sólo es económicamente positivo, sino sobre todo éticamente correcto. Ahora bien, el gran obstáculo para que un gobernante reduzca impuestos no es sólo la frontal renuencia de la clase política, sino también la dificultad de gestionar las consecuencias de esa reducción: menores tipos impositivos suelen ir ligados a una menor recaudación tributaria (sobre todo si la rebaja de impuestos es muy intensa) y, por tanto, el gobernante ha de escoger qué partidas de gasto desea conservar y a cuáles debe renunciar. De hecho, si recortar impuestos, siempre e indefectiblemente, aumentara la recaudación, ningún político, ni siquiera los de extrema izquierda, se opondrían a recortarlos: ¡cuánto más los bajaran, más podrían gastar.
Lo cierto es que, aun cuando ciertas rebajas fiscales puedan terminar incrementando la recaudación, tales efectos Laffer no son infinitos (la famosa Curva de Laffer es una curva con un máximo de recaudación: todo tipo impositivo que se ubique a la izquierda de ese máximo, reduce la recaudación). Por ejemplo, la Tax Foundation, una organización habitualmente opuesta a los impuestos altos, estima que, por un lado, la reforma fiscal de Trump reducirá la recaudación entre 4,4 y 5,9 billones de dólares a lo largo de la próxima década, si bien el aumento de la actividad económica que impulsará esta menor tributación permitirá que, por otro lado, la recaudación crezca entre 1,8 y 2 billones de dólares. ¿Conclusión? El coste recaudatorio neto de la reforma de Trump oscilará, según esta entidad, entre 2,6 y 3,9 billones de dólares. Por el contrario, el Tax Policy Center se muestra más pesimista: en términos brutos, la recaudación caerá en 6,2 billones de dólares durante los próximos diez años; cifra que podría reducirse hasta los 5,9 billones una vez considerados los efectos positivos sobre la actividad económica.
En todo caso, lo que ningún analista espera es que la “revolución tributaria” de Trump termine elevando la recaudación en términos netos. Al contrario, la expectativa es que los ingresos federales se reduzcan entre un mínimo de 2,6 billones de dólares y un máximo de 5,9 billones durante la década venidera. Por consiguiente, si el republicano no quisiera incrementar el endeudamiento público que recae sobre las espaldas de los estadounidenses, debería estar preparando un recorte del gasto público de igual magnitud.
Pero, ¿lo está haciendo? En absoluto: en su borrador de presupuestos para 2018, Trump tan sólo reduce los desembolsos públicos en 13.600 millones de dólares. Si mantuviera este grado de “austeridad” durante los próximos diez años, el ahorro total únicamente ascendería a 136.000 millones de dólares: apenas entre el 2,3% y el 5,2% de todos los recortes que debería aprobar para no incrementar el endeudamiento público con su proyecto de reforma fiscal. Llegados a este punto, sólo caben tres hipótesis sobre el comportamiento de Trump.
La primera es que al republicano no le importe en absoluto endeudar a sus ciudadanos: “Bajo impuestos, sigo gastando lo mismo y ya serán las generaciones futuras quienes corran con la factura de la fiesta”. Puro keynesianismo fiscal: reducir impuestos incrementando la deuda pública no es bajar impuestos, es aplazar su pago. En este supuesto, el republicano nos mostraría su perfil más irresponsable y oportunista.
La segunda es que Trump no tenga una intención real de aprobar su reforma tributaria: consciente de que muchos congresistas republicanos, después de haber fustigado a Obama durante años por sus enormes déficits, se negarán a votar por un plan tributario que dispare el déficit, el presidente de EEUU podría estar remitiendo su proyecto fiscal para que muriera durante su tramitación en el Congreso. De este modo, el republicano cumpliría formalmente con su irrealizable compromiso electoral confiando en que sea el legislativo quien le pare los pies justo antes de despeñarse. En este caso, Trump nos mostraría su perfil más propagandístico, populista y vendehumo.
Por último, podría suceder que Trump deseara llevar las finanzas públicas estadounidenses al límite para forzar algún tipo de reforma radical que, en ausencia de una crisis fiscal, fuera políticamente muy difícil de impulsar: por ejemplo, una derogación completa del Obamacare, un recorte del gasto no discrecional o, más probablemente, la aprobación de su ambicionado impuesto de ajuste en frontera. En este caso, Trump nos estaría mostrando su perfil más negociador y maquiavélico.
Evidentemente, a falta de recortes presentes en el gasto, todos los liberales desearíamos que Trump recortara impuestos y usara el déficit resultante como baza negociadora para presionar a favor de un adelgazamiento del Estado. Pero no deberíamos confundir nuestros deseos con la realidad: si algún conjunto de valores han articulado el pensamiento trumpista hasta la fecha, éstos han sido los valores del nacionalismo y del mercantilismo, no los del liberalismo. Por eso, todo apunta a que, si Trump pretende instrumentar el déficit para negociar, lo hará contra aquellos congresistas y legisladores republicanos que se oponen frontalmente a su deseado impuesto de ajuste en frontera.
En todo caso, y más allá de los inescrutables caminos que termine siguiendo Trump, sí deberíamos tener bien claro que una reforma tributaria, por muy revolucionaria que ésta sea, de nada sirve si no va acompañada de un plan para equilibrar el presupuesto en el medio plazo. Tal reforma o bien no saldrá adelante, o bien tendrá que redefinirse de raíz pasados algunos años.
Por ello, si de verdad aspiramos a bajar impuestos con intensidad y de manera sostenible, resultará imprescindible meter la tijera en el lado del gasto: y para poder recortar enérgicamente el gasto, será a su vez fundamental el persuadir a los ciudadanos de que el Estado es prescindible por cuanto no constituye la solución a nuestros problemas, sino parte de ellos. Una labor de persuasión ideológica para la que el populismo simplemente no sirve: hay que apelar a las ideas y a los ideales de fondo, no a los instintos irracionales de los electores que vienen tan pronto como se van. Mucho me temo que ésa —la ausencia de un amplio consenso social a favor de un potente adelgazamiento del Estado— será la piedra de toque que termine condenando al fracaso a esta envidiable revolución fiscal.