Abrir los brazos a los inmigrantes es lo correcto y lo conveniente. No sé los niños, pero los inmigrantes acaban por traer su pan bajo el brazo.
Ángela Merkel, que está demostrando grandes dotes de estadista, ha dicho que Alemania va a recibir a decenas de miles de inmigrantes sirios, pero que debe aprender de la experiencia pasada, cuando admitieron a millones de turcos mas éstos no se integraron en el país y constituyeron guetos.
Tiene razón. La cuestión no es sólo dejar entrar a los refugiados, sino facilitar la integración en una nueva cultura, que en este caso implica un nuevo idioma y algunas costumbres diferentes.
El inmigrante adulto, sobre todo el que ha tenido que huir precipitadamente, suele ser una persona desconcertada, indefensa y sin amigos en el lugar de acogida. Esto suele derivar en una sensación de impotencia y, a veces, en una profunda depresión.
Los niños se adaptan mejor. En general, sólo tienen la responsabilidad de ir a la escuela. Aprenden fácilmente la nueva lengua y, cuando se comunican, no tardan en hacer amigos.
El problema lo tienen los adultos. Los que son profesionales, además de los inconvenientes del idioma, no pueden ejercer sus carreras por impedimentos legales, gremiales y hasta sindicales.
De los países que conozco, Israel es el que mejor ha desarrollado los planes de integración. Ha tenido que hacerlo, dado que el Estado se formó con judíos de diversas procedencias y culturas, de lugares como Polonia, Alemania, Turquía, Marruecos, Yemen o Argentina. Unos eran comerciantes, otros campesinos, otros profesionales. Los había sefardíes, asquenazíes y mizrajíes, no siempre bien avenidos.
Los últimos que llegaron, casi todos en la década de los noventa, procedían de la Unión Soviética, sólo hablaban ruso y hoy son un segmento vibrante y muy importante de la sociedad israelí. La mayor parte de los judíos que se trasladan a ese país no hablan el hebreo, pero existen organizaciones que los ayudan a integrarse.
Hace años, recuerdo haber visto en las calles de Jerusalén a un grupo de monitores religiosos enseñando lo que era vivir en su nuevo país a losfalashas. Los falashas son judíos negros de Etiopía, culturalmente muy atrasados. Ocho mil habían sido rescatados en 1984 por el ejército israelí de campos de refugiados situados en Sudán. Parece que han tenido más problemas de adaptación que la media, pero, finalmente, han logrado formar parte de la nación.
La integración de los inmigrantes cuesta dinero, pero a medio y largo plazo es un magnífico negocio para el país receptor. Se sabe que los inmigrantes crean más microempresas que la media nacional. Tienen lo que un ensayista británico llama «el fuego del inmigrante». Trabajan incontables horas y generan mucha más riqueza de la que costó integrarlos.
Eso sí: es indispensable que la sociedad de acogida sea flexible. Es un disparate sólo darles permisos de trabajo en determinadas ocupaciones.
La economía de mercado es un sistema de tanteo y error. Las personas comienzan haciendo una cosa y luego terminan haciendo otra. Todas las limitaciones proteccionistas son contraproducentes.
En Estados Unidos, la comunidad árabe, unos seis millones de personas, se ha integrado bien, tal vez porque llegaron a una sociedad abierta y porosa. En América Latina también ha sudedido lo mismo. Los árabes, a veces llamados «turcos», son muy exitosos en sitios como Barranquilla, Panamá, Tegucigalpa o Buenos Aires.
En fin: abrir los brazos a los inmigrantes es lo correcto y lo conveniente. No sé los niños, pero los inmigrantes acaban por traer su pan bajo el brazo.