La costa de Plymouth recibió en 1620 a un puñado de colonos que llegaron del Viejo Continente con la esperanza de dejar atrás no solo las persecuciones religiosas, sino alguna de las instituciones que consideraban más perversas. Firmaron entre ellos el Pacto del Mayflower, por el que se constituyeron en entidad política autónoma e, impulsados por el fervor religioso, se organizaron basándose en un sistema de propiedad comunal. La comida y el resto de los bienes serían producidos y distribuidos en común, con los principios de equidad y necesidad como guías de los líderes de la colonia. Estaba prohibida la producción para el consumo propio y todo el mundo recibiría las mismas raciones. En la confianza de seguir los designios del Señor y de contar con su bendición, se lanzaron a crear una sociedad nueva, que acabaría con las injusticias que habían visto y padecido en Inglaterra.
El resultado de esta política no fue el que esperaban. Casi la mitad de los 101 autodenominados peregrinos perecieron en unos pocos meses. Pese a que en los tres años siguientes llegaron unos cien más, apenas fueron capaces de arrancar de la tierra comida suficiente para alimentarse. El Gobernador de la colonia, William Bradford, explicó en su Of Plymouth Plantation, que los colonos estaban tan desnutridos que tenían que vender sus mantas y sábanas a los indios por un puñado de comida, o se convertían en sus siervos. Otros pasaban directamente al robo. “Al final llegaron a tal miseria, que algunos se murieron de hambre y frío”. El principal inversor en el Mayflower visitó su colonia disfrazado de herrero, para comprobar por sí mismo “la ruina y la disolución de su colonia”.
Tres años de miserias fueron suficientes para que, tras mucho debate, se decidiera dividir la tierra en parcelas y asignarlas a las familias, que cultivarían cada una para su consumo o para la venta en el mercado. En palabras de Bradford, “esto fue un gran éxito, pues hizo todas las manos muy industriosas (…) Las mujeres iban ahora deseosas a los campos, y llevaban a sus pequeños a plantar maíz, cuando antes habrían alegado debilidad e incapacidad”. Entonces, para obligarlas a trabajar “hubiera tenido que ser por medio de una gran tiranía y opresión”. El cambio de actitud hacia el trabajo fue radical y alcanzó, bajo el retomado sistema de propiedad privada, a cada miembro de la colonia. La cosecha fue un éxito y en su conmemoración se celebra el día de Acción de Gracias; por lo que había sido, tras tres años de comunismo, miseria y muertes por inanición, una buena cosecha.
Si alguna enseñanza tienen los acontecimientos que dieron lugar a la celebración de Acción de Gracias, fiesta nacional desde Abraham Lincoln, es el fracaso de los bienes en común, y por el contrario el éxito de la propiedad privada. El principio es muy sencillo. En una comunidad de cien, cada uno recibe de su propio esfuerzo una centésima parte, más el de los demás. Como ninguno tiene incentivos para trabajar y el coste de hacerlo recae por entero en quien lo realiza, el resultado es la inacción, la exigencia a los demás, la ruptura de las relaciones sociales y de fondo la tiranía, único modo de hacer funcionar, aunque nunca bien, ese sistema. Nada de ello le sorprenderá a quien haya leído La Rebelión de Atlas de Ayn Rand, y en concreto el capítulo en el que se explica la ruina de una otrora exitosa fábrica, que pasa a estar regida por el principio de cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades. Éste lleva a la fábrica no solo la ruina económica, sino también la moral, que torna lo que eran las normales relaciones de compañeros en recelos, envidias y enfrentamientos, todo bajo el férreo y tiránico control de los gestores. Una lección que de haberse aprendido a tiempo hubiera evitado, en el Siglo XX, decenas de millones de vidas perdidas.