Las FARC han creado un enorme negocio con el narco y con la industria del secuestro.
Barack Obama recibió un Premio Nobel de la Paz preventivo. Su único mérito era no ser George Bush hijo; algo que le ha sido dado y en lo que ni siquiera ha podido mediar por ninguna vía. El Nobel de la Paz otorgado a Juan Manuel Santos también tiene algo de apaño. Se lo concedieron desde el convencimiento de que el pueblo de Colombia iba a seguir, sumiso, las indicaciones de la cayada de Santos, bien regada de dinero legal e ilegal. La campaña por el sí contaba con todos los medios a su favor, mientras que la del “no” sólo tenía de su lado tres cosas. Una, el apoyo de los dos políticos más respetados de su país, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana. Dos, la posición contraria del presidente con peor valoración de la historia democrática de Colombia, Juan Manuel Santos. Y tres, el peso, casi geológico, de la realidad.
La realidad es que las FARC han creado un enorme negocio con el narco y con la industria del secuestro. Pueden renunciar a este último si, a cambio, el Estado de Colombia le respeta su principal fuente de ingresos, que procede de la coca. Para lograrlo, el Estado tiene que renunciar a sus principales funciones. Ha suspendido la aplicación del Código Penal, ha creado una jurisdicción, desvinculada del resto del sistema jurídico, controlada por la organización criminal, y ha renunciado al principio de la igualdad ante la ley. Entrega al narco de las FARC viejas y nuevas tierras, regadas con subvenciones del Estado y favorecidas por un plan de inversión en infraestructuras. Y les concede un espacio fijo en el Congreso, más el control de medios de comunicación. Por último, se condena a cualquier voz discrepante en nombre de la paz.
Más importante que el Nobel de la Paz concedido a Juan Manuel Santos es la paz que sanciona este premio. Y no es la paz de los colombianos.