Dos tercios del PIB chino están en manos privadas, una propiedad sancionada por el mero uso, pero sobre la cual no cabía defensa alguna frente al Estado. Las expropiaciones a los pequeños campesinos eran comunes, y llevaban a miles de ellos incluso a enfrentarse a la feroz dictadura cuando no tenían ya nada que perder, pues sin su pequeña tierra la propia vida corría un grave riesgo.
El poder de la propiedad privada sorprende incluso a sus mayores estudiosos. Cuando uno sabe que puede contar con seguridad con lo que le pertenece, comienza a dedicar sus esfuerzos a mejorarlo y hacerlo más productivo, en la confianza de que los frutos serán tan suyos como los esfuerzos y sacrificios. La emergente clase media que ocupa las ciudades tiene el suficiente poder e influencia como para hacer valer sus derechos, pero los campesinos no. Esta es la marca de los “dos sistemas” bajo un mismo régimen. Y acaso, cuando el socialismo se limite a la dictadura, con sus discursos y símbolos del pasado, cuando surja una sociedad nueva con exigencias nuevas y con más medios con los que defenderlas, el propio régimen tendrá que cambiar.
En los años por venir veremos una auténtica transformación social. Valdría la expresión revolución silenciosa, si no fuese porque el término está ya muy gastado. Una revolución con fecha de inicio, pero con millones de protagonistas desconocidos, con pequeñas aportaciones, interrelacionadas en la red del mercado, e inaprensibles para el ojo del historiador que quiera fijar los hechos heroicos con que trabar su relato.
Si en las últimas tres décadas han superado el umbral de la pobreza 400 millones de personas en China, este cambio permitirá a los que poco tienen progresar aún más rápido. La economía china desafía año a año las persistentes previsiones de enfriamiento. Ahora el asombro puede ser aún mayor.