Pues bien, algo similar ocurrió la semana pasada con el sistema público de pensiones. Joaquín Almunia, comisario europeo de Economía y Finanzas y antiguo candidato socialista a la presidencia del Gobierno español, sostuvo en el diario francés Libération que el modelo social europeo está en crisis y que será insostenible dentro de 40 años.
Que los políticos, defensores, impulsores y principales beneficiaros del sistema de dependencia estatal, empiecen a reconocer su quiebra no significa, desde luego, que se hayan convertido en unos ultraliberales sin complejos de la noche a la mañana, sino que ni siquiera ellos pueden ocultarla, con su poderosísimo aparato propagandístico. Si un socialista reconocido habla en tales términos será porque la situación es realmente alarmante.
Ciertamente, poco más cabía esperar de un sistema de pensiones patrocinado por el Estado y basado en una absurda redistribución intergeneracional. Las nociones económicas más elementales sugieren que antes de consumir debo producir y que si en un momento no puedo producir pero quiero consumir deberé haber ahorrado la producción precedente. O dicho de otro modo, si soy incapaz de trabajar durante la tercera edad y quiero seguir consumiendo al ritmo anterior, deberé ahorrar durante mi juventud y madurez.
Los políticos, dictadores y demás ralea, desde Bismarck y su Sozialpolitik, encontraron otra vía para lograr consumir sin pasar por el engorroso trámite de la producción: basta con arrebatarle la producción al vecino. Así, los ancianos deben dejar de preocuparse sobre cómo sobrevivirán cuando dejen de trabajar; otros, los más jóvenes, pagarán la factura.
Claro que ni siquiera los demagogos más redomados podían aprobar un sistema donde una parte de la población –por muy desvalida y tierna que nos parezca– robara con tanta claridad y desparpajo a la otra parte. De ahí que se intentara convalidar el invento con un apaño que sólo institucionalizaba el delito: los jóvenes de hoy aguantaban estoicamente la sustracción de parte de sus rentas porque en el futuro el Estado les prometía que serían ellos los que rapiñaran las rentas de sus hijos.
Este esquema, asentado sobre el robo, la corrupción y el engaño, pasó a denominarse con el tiempo "sistema de reparto", y para muchos resultaba ser el máximo exponente de la llamada "solidaridad intergeneracional"; a saber, hoy trincas tú, mañana trinco yo.
Por supuesto, no hacía falta ser una lumbrera para darse cuenta de que este sistema de reparto sólo funcionaría mientras los jóvenes contribuyentes fueran relativamente más que los ancianos pensionistas. Pero este principio es internamente inestable, ya que si hoy el número de contribuyentes es mayor que el de pensionistas, mañana habrá tantos pensionistas como contribuyentes, a menos que el número de estos últimos esté en continua e imparable ascensión; lo cual es equivalente a afirmar que podemos evitar los disparos de una pistola si corremos delante de las balas pero más deprisa que ellas.
Lo cierto es que la quiebra del sistema de reparto es la muestra más visible de su fracaso. Pocas críticas más devastadoras existen contra un mecanismo como la de que no funciona ni puede funcionar. Sin embargo, no deberíamos caer en el error de creer que esta estafa sin proporciones –lo que Almunia llama "nuestro modelo social"– fue una suerte de luna de miel demasiado cara. No deberíamos mirar hacia atrás con añoranza, lamentar la deformación de nuestra pirámide poblacional y decir amargamente: "Fue bonito mientras duro". Una cosa es que el fracaso se haga visible ahora hasta para los socialistas y otra muy distinta que su funcionamiento no fuera intrínsecamente miserable desde el principio.
Como ya hemos explicado, los sistemas de reparto hacen prescindible el ahorro como provisión para la jubilación. La contribución mensual de cada trabajador a la Seguridad Social no se ahorra hasta que éste llegue a la vejez, sino que se entrega ipso facto a un pensionista actual, que previsiblemente la consumirá en su práctica totalidad.
Esto tiene dos efectos perversos sobre el bienestar de los individuos. El primero es que la contribución mensual no es capitalizada, y por tanto no se incrementa a un interés compuesto periódico. El segundo es que la acumulación de capital es mucho menor de lo que podría haber sido.
En los próximos días el Instituto Juan de Mariana publicará un estudio sobre la Sociedad de Propietarios donde se explica cómo la capitalización de nuestros ahorros podría proporcionarnos, siendo conservadores en la estimación, unas rentas mensuales de más de 3000 euros a partir de los 50 años. En otras palabras, la retención coactiva por parte del Estado de la cuota de la Seguridad Social imposibilita que los trabajadores españoles inviertan esa porción de sus salarios y lograr remuneraciones mucho mayores a las que, aun en las previsiones más optimistas, podrá proporcionarles la Seguridad Social.
Por tanto, los intervencionistas son culpables de imponer por la fuerza un sistema que no sólo es ruinoso, sino que sólo ha distribuido unas míseras pensiones del todo insuficientes para lo que ellos mismos denominan una "vida digna". Cuando un estatista le diga que la privatización de las pensiones va en contra de la tercera edad, recuérdele que, muy al contrario, es la Seguridad Social y su intervencionismo rampante lo que empobrecen a los jubilados, atándoles a unas paupérrimas e inciertas rentas.
No sólo eso, a diferencia de los sistemas de reparto, los de capitalización incrementan los ahorros disponibles, y de este modo la inversión, la acumulación de capital y la productividad, dando lugar a aumentos de salario y a reducciones de precios.
En resumen, las pensiones privadas no quiebran, permiten incrementar los salarios, reducir los precios y, sobre todo, lograr una independencia financiera mucho mayor a la obtenida de las pensiones públicas.
Los principios de solidaridad y bienestar blandidos por los intervencionistas no son más que patrañas que ocultan una verdad inquietante: los sistemas de reparto empobrecen a todo el mundo salvo a los políticos, que siguen gestionando y manejando las vidas y ahorros de toda la sociedad. En la consecución de este fatal objetivo no se han privado de utilizar mentiras, propaganda, sentimentalismos baratos y torrentes de demagogia.
Poco les ha importado que estuvieran arruinando el presente e hipotecando el futuro de la sociedad. Los políticos sólo se mueven por la sed de poder; los de ahora no tendrán que afrontar la quiebra del sistema en el futuro, por lo que no moverán ni un dedo para ampliar nuestra libertad. Pero lo cierto es que cada día que pasa la transición se vuelve más complicada y costosa; su inacción represora actual será nuestro gran problema mañana. Lo saben todos tan bien como Almunia: es hora de poner fin a un esquema intervencionista que sólo ha traído pobreza y que nunca debería haber nacido.