La siguiente es la historia real de una familia española: "Todo comenzó el pasado mes de septiembre. Esta familia tiene tres miembros: padre, madre y un hijo de un año y medio. Todos ellos tienen contratado un seguro médico privado. Al poco de cumplir un año, los padres detectaron que el niño dormía peor, tenía diarreas y ciertos problemas para hacer la digestión. No parecía nada grave, pero acudieron a su médico de cabecera. Les pidió unos análisis y los resultados apuntaron a una posible alergia/intolerancia al huevo y la leche.
Al parecer, su caso no era preocupante, les dijeron que lo normal es que poco a poco el cuerpo del niño fuera tolerando mejor estos alimentos. Mientras tanto, les recetaron una leche especial, pero bastante cara: según sus cuentas, les saldría a unos 100-150 euros al mes, incluso aunque el niño ya comía sólido y sólo tomaba uno o dos biberones al día. Eso sí, la sanidad pública cubre este tipo de alimentos hasta los dos años, con lo que teóricamente podrían ahorrarse esa cantidad.
Hasta ese momento, habían realizado a través de su seguro médico todo el proceso, que duró en total unas dos semanas. Entonces, pidieron cita con el pediatra de la sanidad pública. Su intención inicial era, simplemente, que les recetasen la famosa leche. Ya sabían que el niño era alérgico. Tenían el diagnóstico. Y conocían la solución. De hecho, en su primera visita, el pediatra de la sanidad pública confirmó todas estas circunstancias. Miró los análisis, comprobó los valores y certificó que, efectivamente, el niño tenía un problema con estos alimentos. Pero había un inconveniente: "La receta la tiene que sellar el inspector. Y para que os la selle, las pruebas se las tiene que hacer en la Seguridad Social". El padre se sorprendió: "¿Es que no es fiable el laboratorio que utiliza mi seguro médico?". "No, en absoluto, seguro que los datos están bien", le respondió la pediatra (por cierto, extraordinariamente amable y profesional), pero es que el procedimiento "es así".
- En esta tesitura, pidieron hora con el especialista-alergólogo de la pública. Se la dieron… para dos meses después. Mientras tanto, la leche se la pagarían ellos.
- La cita no era para hacer las pruebas. Simplemente serviría para que el especialista dictaminara qué análisis había que hacer. Y el alergólogo pidió los mismos análisis que ya había hecho el seguro meses antes.
- Por lo tanto, había que pedir cita para estas pruebas. En su hospital de cabecera no había sitio hasta varios meses más tarde. Así que siguieron buscando hasta que encontraron un hueco en otro centro para sólo unas semanas más tarde.
- Así, más de tres meses después de saber que su hijo era alérgico, estos padres se pasaron una mañana en un hospital para que le hicieran unas pruebas cuyos resultados ya conocían. Les dieron los nuevos datos. No hubo sorpresas. La sanidad pública certificó que el niño no toleraba bien la leche y el huevo.
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Pidieron cita de nuevo con la pediatra, que les recetó la misma leche que llevaba tomando desde casi cuatro meses antes. Unos días después, el inspector selló el volante y, por fin, pudieron acudir a la farmacia con su receta".
Hasta aquí los hechos. Habrá quien diga que tampoco es tan grave. Hablamos de tres-cuatro meses de espera y para una dolencia menor. Además, estos padres pudieron hacer frente a los 100-150 euros mensuales de la leche sin demasiados problemas. Cada día vemos en los periódicos historias mucho más terribles, sobre personas con dolencias que les impiden hacer una vida normal y a las que les han dado cita para dentro de 15 ó 16 meses o ciudadanos que han desarrollado una enfermedad grave por un diagnóstico tardío. Lo relevante de la peripecia de esta familia es que es un ejemplo muy bueno de muchos de los males que aquejan a nuestro sistema público.
– Quizás sea lógico que la sanidad pública quiera realizar una comprobación de unas pruebas que no ha hecho pero, ¿de verdad hacen falta todos estos procesos para certificarlo? ¿durante casi cuatro meses? ¿cuánto le costó al sistema público repetir las pruebas? ¿cómo influye esta burocracia en las listas de espera?
– Por otro lado, este matrimonio tenía recursos y un seguro privado. Ahora, imaginemos a una familia con un poder adquisitivo más limitado. Ellos no saben que su hijo es alérgico, porque no tienen una sociedad privada que le haya hecho las pruebas. Sólo ven que el niño tiene pequeños problemas estomacales (hay que recordar que los síntomas eran leves). Irán al pediatra, que con suerte les mandará al alergólogo, que pedirá las pruebas, para volver con ellas al pediatra y que le receten la leche. Este proceso, que debería hacerse en unos días, se demorará ¡cuatro meses! Y eso si se preocupan de buscar un hueco, porque en su hospital de cabecera el tiempo de espera era mayor. Durante ese tiempo, le habrán estado dando a su hijo un alimento que es malo para su salud. Y hablamos de una cuestión menor. Pero, ¿qué pasa con los pacientes con enfermedades graves (quizás no diagnosticadas) encerrados en este laberinto burocrático?
– Habrá quien piense que quizás el problema fue de la pediatra, el inspector o el alergólogo. Nada más lejos de la realidad. Todos aquellos con los que esta familia se cruzó en su periplo por la sanidad pública les trataron con una enorme profesionalidad. Algunos, como la pediatra, fueron además muy amables y cariñosos. Pero ninguno podía hacer otra cosa. El procedimiento es el que es.
– Quizás alguien crea que el paso a eliminar es el del inspector. ¿Por qué esa exigencia burocrática? El caso es que también en los seguros privados hay numerosas pruebas que necesitan de una autorización. Además, parece lógico, en un momento de costes crecientes e ingresos menguantes, que la sanidad pública controle sus gastos.
Hay una pregunta clave que todos nos deberíamos hacer: ¿por qué tantos españoles tienen un seguro médico privado, si en teoría podrían disfrutar de los mismos servicios gratis? La respuesta reside en los incentivos de todos los que participan en el proceso.
En un hospital privado, los incentivos son claros: ofrecer el mejor servicio posible (para que el cliente siga asegurado) al menor coste (para obtener beneficios). Todos, desde el médico de medicina general, al inspector, a cada uno de los especialistas, están alineados dentro de este sistema. Claro, habrá fallos, como en cualquier organización humana, pero los incentivos los empujan en la buena dirección. Esta familia nos cuenta cómo las confirmaciones a las pruebas se dan por teléfono o internet y apenas unos minutos después de solicitarlas. Las citas se distribuyen para que sean más cómodas para el cliente y eficientes para el hospital: por ejemplo, si tienen unas pruebas y es posible, les citan a las 10.00 para hacérselas, a las 10.30 para darles los resultados y a las 11.00 para que vean al doctor que les dará la receta. El paciente está satisfecho (pierde una mañana, no tres) y la aseguradora, encantada (es mucho más barato hacerlo así).
Mientras, el sistema público es presa de sí mismo. El pediatra, el alergólogo, el inspector… Todos los protagonistas de esta historia hicieron lo que debían, seguir el procedimiento. Y éste está diseñado para controlarles. El objetivo no es tener contento al paciente (aunque la mayoría de los profesionales se esfuerzan porque así sea), sino cumplir con un modelo diseñado desde arriba. Nadie tiene tampoco ningún incentivo en cambiar un proceso que se demuestre ineficiente, ¿qué gana un médico enfrentándose a su superior por una receta? ¿Qué le importa a un gerente de un centro de salud si un usuario está descontento? La sensación es que las personas son buenas en su trabajo; el sistema, nefasto.
Y no es sólo cuestión de hospitales o médicos. Pensemos en los pacientes y en sus propios incentivos. Esta familia tiene ciertos copagos en su seguro para servicios especiales. Plantear esto en la sanidad pública sería motivo de excomunión para cualquier político español.
Por otro lado, ¿tiene sentido que a este matrimonio (que afortunadamente tiene recursos económicos) le salga totalmente gratis esta leche especial? ¿Por qué todos los jubilados, ya sean millonarios o cobren la pensión mínima, tienen el mismo descuento en los medicamentos? ¿Podemos mantener este sistema?
La sostenibilidad financiera de la sanidad pública es uno de los grandes retos que tenemos por delante como sociedad. Los costes serán crecientes por el envejecimiento de la población: los estudios apuntan a que en el año 2025, tratar a un paciente de menos de 65 años costará unos 2.200 euros (a precios constantes de 2010). Para los que tengan entre 65 y 79, esta cantidad se multiplica por cuatro, hasta los 8.570 euros. Para los que tengan entre 80 y 94 años, el coste será de 15.000 euros (siete veces más que al paciente convencional). Y para los mayores de 95 el coste será de 28.500 euros (catorce veces más).
No existe una solución fácil. Pero sí hay muchas opciones para que los incentivos de los involucrados en el sistema público estén mejor alineados: permitir a los pacientes escoger doctor y retribuir a estos en función de la valoración de aquellos; dar libertad a hospitales y centros de salud públicos para organizarse y controlar sus procesos, y premiarles según sus resultados sanitarios y económicos; mejorar la colaboración con las aseguradoras privadas, para beneficiarse de los recursos que éstas emplean (creerse sus pruebas, por ejemplo); incentivar al usuario a que no malgaste los recursos,… Eso sí, hay que dejarle claro al ciudadano que no hay una receta mágica. De hecho, sería un milagro que la consiguiésemos en menos de los cuatro meses que tardó esta familia en tener la suya.