En septiembre de este año se cumplirá el 40º aniversario del golpe militar que llevó al general Augusto Pinochet al poder, y cabe por ello preguntarse si Chile se ha reconciliado consigo mismo. Mi respuesta es que la verdadera reconciliación aún no ha comenzado.
Reconciliar es algo más que convivir, tolerar o aceptar, y algo muy distinto de olvidar, condenar, hacer justicia, reparar o perdonar. Todo ello se puede hacer sin reconciliarse. Reconciliar es recuperar la confianza en el otro, o en una parte de nosotros mismos, si se trata de una comunidad o una nación. Pero la confianza no puede restablecerse si no entendemos lo que nos llevó a la desunión y no realizamos un esfuerzo por enmendar lo que cada uno puso de sí para que ello ocurriese. Solo así, entendiendo, reconociendo y enmendando, podremos estar seguros de que no vuelva a repetirse.
En este sentido, reconocer los crímenes y las violaciones de derechos humanos cometidos bajo la dictadura militar, así como hacer justicia y reparar a las víctimas, es la antesala necesaria de la reconciliación, pero no debe ser confundida con ella. Eso es lo que hasta ahora se ha hecho y ahí estamos, en la antesala de un esfuerzo por alcanzar una verdadera reconciliación.
Sin embargo, no es seguro que emprendamos ese esfuerzo, ya que nos involucra a todos los que de una u otra manera aportamos algo a esa lamentable marcha de Chile hacia la destrucción de su vieja democracia. Probablemente no sean muchos los que estén dispuestos a reconocer y asumir, con franqueza, valentía y generosidad, su parte en el drama que culminó en septiembre de 1973. Pero no hacerlo implica que nunca podremos alcanzar aquello que es el sentido final de la reconciliación: entender, enmendar y, por ello, poder decir "Nunca más".
Hace ya tiempo llegué al convencimiento de que si algo le debemos a Chile quienes participamos en los hechos que desembocaron en el golpe es justamente esa reflexión sincera y autocrítica. Especialmente si uno proviene de esa izquierda radical que apostó por la destrucción de la vieja institucionalidad chilena y la lucha fratricida como medio para crear una sociedad acorde con sus ideales revolucionarios. Nuestra responsabilidad no fue pequeña, y de ella no nos exime el que después hayamos sido víctimas de las tropelías de la dictadura.
Pongamos las cosas claras. La democracia chilena y la convivencia cívica que era su condición indispensable no se hundieron repentinamente el 11 de septiembre de 1973. La verdad es que ya se habían derrumbado como consecuencia de aquel proceso de ideologización y división irreconciliable de nuestro pueblo que se inicia durante los años 60 y se va profundizando hasta crear un ambiente de guerra civil mental entre los chilenos.
Es hora de sincerarnos sobre el cómo pudo ocurrir. No para hacer más leves las responsabilidades del régimen militar, sino para entender cómo se legitimó el uso de la violencia y quiénes fueron los que realmente abrieron las puertas a aquellos que luego no trepidarían en usarla sistemáticamente para alcanzar sus propósitos. Pero hay algo más. Nuestra experiencia puede servir para que nuevas generaciones de chilenos deseosos de luchar por una sociedad mejor no se dejen conducir por un camino que nuevamente pueda llevar a un Chile en guerra consigo mismo, ya que entonces todos volveremos a perder.
Sobre todo esto deberíamos ser capaces de iniciar una reflexión sincera, ya que para reconciliarse Chile necesita de una memoria histórica sin silencios, que no se adecue a las conveniencias de unos u otros ni se quede a medio camino. Una memoria trunca distorsiona la verdad y da pábulo a una distribución unilateral de las responsabilidades que no nos ayuda a avanzar hacia aquello que le debemos a Chile: un relato verídico de cómo llegamos a separarnos y odiarnos a tal punto que un día nos arrogamos el terrible derecho a destruirnos los unos a los otros.
Mauricio Rojas, exmiembro del Parlamento sueco y profesor adjunto de Historia Económica de la Universidad de Lund (Suecia).