Los vicios de las redes se han contagiado a las televisiones y las tertulias se han transformado, desde mi punto de vista, para peor.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, en especial, durante los años de la Guerra Fría, empezó a desarrollarse en Estados Unidos y parte de Europa un movimiento denominado entonces como “contracultura”, que se oponía a la convencionalidad de la época. Bajo esa etiqueta se ha incluido a personajes tan dispares como el escritor Kerouac, grupos musicales como Los Beatles (por increíble que parezca desde nuestra perspectiva, en sus inicios resultaron revolucionarios), el movimiento punk o los cómic. Sin embargo, también se ha hablado de la contracultura como una estrategia organizada que pretendía subvertir los cánones de la cultura occidental, con una intención conspirativa. Se trataba de poner de moda lo “feo” y no lo “bonito”, el ruido en vez de la música, etc…
Personalmente, teniendo en cuenta que me gusta Kerouac, el punk y el rock sinfónico, no creo en esta teoría, y menos como maquinación de la antigua Unión Soviética en un intento de atacar a las democracias occidentales, incluso en plena Guerra Fría. Pero me sirve para plantear un fenómeno que llevamos viviendo desde hace un tiempo: la “recontracultura” informativa
Desde que los medios de comunicación existen se han ido constituyendo como un poder innegable en la sociedad, el cuarto, en concreto. Filósofos como Ortega y Gasset o Hannah Arendt, escritores como Hemingway, Vargas Llosa, Orwell, García Márquez, Azorín o Pérez Galdón, colaboraron (y alguno lo hace aún) con algún periódico. Lo mismo puede decirse de la radio. Todos recordamos el famoso programa del gran Orson Wells. La llegada de la televisión ha cambiado la manera de comunicar: hay imagen, los tiempos son otros, las formas también. El siglo XXI, internet y la revolución de las redes sociales ha sido un verdadero terremoto que ha facilitado que emerja lo mejor y también lo peor de cada casa.
De repente, los directores de periódicos han comprobado qué columnista es el más leído y a veces ha habido alguna sorpresa, han surgido nuevas caras, se ha acelerado la transmisión de las noticias, se ha generalizado la transmisión en vídeo de particulares, se han encarecido las exclusivas porque cada vez hay menos, los testigos ocasionales son los nuevos reporteros gráficos. El mensaje se ha acortado, y con ello, la manera de contar, se leen los titulares y muchas veces no se lee nada más. Y todo eso ha llevado a que a menudo se descuiden los textos, a que se enaltezca al que menos escrúpulos tenga pero más seguidores.
También es verdad que muchas de mis mejores amistades las empecé en las redes, es donde mantengo contacto con conocidos y grandes amigos del otro lado del Atlántico, y que hemos descubierto mucho talento e ironía de anónimos, hemos podido ayudar a maravillosos desconocidos (aunque no me dejaron donar médula), leer santorales ilustrados por Silvi que te alegran el día, y muchas sorpresas fantásticas.
Pero, lo cierto, es que los vicios de las redes se han contagiado a las televisiones y las tertulias se han transformado, desde mi punto de vista, para peor. Lo siento, echo de menos La Clave de Balbín, soy una nostálgica.
Sin embargo, la recontracultura de la que hablo no se refiere a estas convulsiones que aparecen como la febrícula que le da a los adolescentes en pleno crecimiento. Me refiero a que las redes, en tanto que medio de comunicación de velocidad fulgurante, se han convertido en una herramienta que subvierte los cánones de la información periodística, intoxicando en muchas ocasiones, la opinión pública de aquí y de allá.
Hay un mercado de tuitstar internacionales (como Assange) que por un precio denuncian lo quesea menester. Es relativamente fácil manipular fotos para que lo sucedido se vea mucho más grande, incluso para que la realidad se desdibuje en interpretaciones torticeras, sesgadas, que si vienen de un desconocido, nadie las considera pero si están avaladas por la cabecera de un periódico, o de lo que parece la cabecera de un periódico, entonces daña. Porque se supone que los periódicos deberían supeditar el campanazo mediático a la veracidad de la información.
Esta intoxicación es empleada por gobiernos, partidos políticos, grandes empresas, sin ningún pudor. Y los lectores acabamos encerrados en la paradoja de tener que elegir qué creemos. ¿Será falso y el medio que leo desde siempre está traicionando mi confianza? ¿O mienten todos los demás?
La resolución del dilema tiene dos versiones. La primera es la radicalización de posturas por parte de quien se agarra a su medio o a la verdad que quiere creer. La segunda es el punto medio: algo habrá en la noticia aunque tal vez no todo. Y eso implica que parte de las mentiras se cuelan siempre. Y así, me entero de que Cataluña sufre una opresión peor que la sufrida por la oposición a la dictadura por parte de quienes se tuvieron que exiliar en la época de Franco. Personas que fueron suspendidas de su empleo de manera forzosa y fueron recluidas en un pueblo, como Pedro Schwartz, por ejemplo. O que tuvieron que huir a París, como Francisco Bustelo. Y los menciono porque eran los dos catedráticos en los que me crié intelectualmente en la Universidad Complutense.
La perversión de esta recontracultura alcanza a quienes desde fuera de España defienden las consignas envenenadas y, de este modo, la mentira reina: finalmente se culmina la subversión de los cánones de la información periodística.
¿Cómo va a haber así pensamiento crítico?¿Cómo vamos los ciudadanos a reflexionar sobre los hechos y a tomar decisiones sensatas? Muy difícil. Y esta dificultad beneficia a algunos. Dicen que el populismo, ese “yo, el pueblo”, se basa en el dominio de un pueblo ignorante. Y solemos pensar en repúblicas bananeras, en el populismo de algunos líderes latinoamericanos que buscan el apoyo de los menos afortunados. La diferencia es que la actual recontracultura va dirigida a profesionales, a universitarios, a personas maduras, interesadas, que pretenden informarse. Y está funcionando. Nos quieren ignorantes, a nosotros también.