Con más de seis millones de desempleados y una tasa de paro por encima del 25%, no es extraño que el mercado laboral español esté en el punto de mira de organismos internacionales, servicios de estudios y todo tipo de expertos. En realidad, con estas cifras más propias de un país subdesarrollado que de un miembro de la OCDE, lo que resulta sorprendente no es la atención de los de afuera, sino la aparente apatía del interior.
Porque España sufre un desempleo crónico y muy superior al de sus vecinos desde hace treinta años. Con recesión y sin ella, el paro siempre es superior a la media de la UE. Y, sin embargo, las líneas maestras del mercado laboral no se han tocado desde la llegada de la democracia. El marco legislativo que salió del franquismo ha llegado prácticamente intacto al año 2013: intervencionismo, preponderancia de las organizaciones sindicales y patronales frente a las decisiones tomadas a pie de obra, elevados impuestos y cotizaciones sociales, rigidez en las relaciones trabajador-empresario, altos costes de despido y una larguísima panoplia de modalidades de contratación.
Parece claro que este esquema no ha funcionado. Pero ni el Gobierno, ni los sindicatos ni la patronal cambian su discurso. Cada vez que se pone sobre la mesa la necesidad de una reforma, todos los implicados vuelven al manido “consenso” entre los agentes sociales. Es curioso, pues en los últimos treinta años ha habido cerca de una decena de cambios (que no han tocado los cimientos del sistema), casi todos aprobados por “consenso”, y la cifra de parados no ha dejado de subir. Pero nadie parece dispuesto a plantearse que, quizás, lo que se necesita es un cambio radical, no una mera operación cosmética.
Esta semana ha sido la Comisión Europea la que ha entrado, de nuevo, en el debate. ¿Su propuesta? El “contrato único”. En realidad, desde Bruselas se ha insistido en que España tiene tres grandes retos ante sí en lo que hace referencia a su mercado laboral: la dualidad, las políticas activas de empleo y el coste del trabajo. La reforma laboral de hace un año se centró en la flexibilidad dentro de las empresas, ámbito en el que ha conseguido algunos logros, pero en lo demás muy poco se hizo y muy poco se ha logrado. Mariano Rajoy aseguró el lunes que no habría más cambios. Para el presidente del Gobierno ya no hay nada más que retocar en un mercado laboral con 6,2 millones de parados y una tasa de desempleo del 27%.
Contrato único
La polémica de la semana es la del “contrato único”. Lo propuso la Comisión Europea, pero no sólo tiene apoyos en Bruselas. A pesar de su nombre, no implicaría necesariamente una única modalidad de contratación, ni tampoco elimina la opción de diferenciar entre despido procedente e improcedente.
En realidad, el objetivo principal sería reducir al máximo las decenas de modalidades de contratación que existen en España. Con seis-siete grandes formatos, la multiplicación de excepciones, bonificaciones y especialidades ha degenerado en un caótico conglomerado que lía a los empresarios a la hora de fichar nuevos empleados y, como puede verse por las cifras del paro, no ayuda a que se firmen más contratos de trabajo. Es una paradoja: tenemos más modalidades que nadie en Europa (los expertos no se ponen de acuerdo ni siquiera en el número, pero superan el medio centenar), pero también más paro.
A esto se suma una dualidad extrema, que divide el mercado entre los que tienen un contrato indefinido y el ejército de temporales que va encadenando empleos de corta duración sin conseguir una mínima estabilidad. Y cuando llega una crisis, el ajuste se hace siempre por el lado más débil.
La propuesta de contrato único va en esta dirección. Serviría para que contratar fuera más sencillo y para acabar con la diferencia entre indefinidos y temporales. Además, también ayudaría a limitar al máximo otro de los grandes lastres del mercado español: el alto grado de judicialización de las relaciones laborales. Aporta más sencillez, claridad y rapidez. Pero el Gobierno ya lo ha rechazado por completo. Es más, en la última reforma se sacó de la manga tres nuevas modalidades. Es decir, su receta es la contraria a la que le piden desde Bruselas.
Políticas de empleo
Este nombre oculta el conjunto de medidas dirigidas a conseguir que los parados se reintegren al mercado. Por un lado, tenemos las políticas activas (cursillos, formación, etc…), por otro las ayudas a los desempleados (subsidio de desempleo). Además, España es uno de los países europeos que más dinero dedica a bonificar contratos, lo cual no logra reducir el paro a pesar de su elevado coste (las empresas no contratan más sino que fichan a aquellos trabajadores que les permiten cobrar la ayuda).
En este ámbito, los expertos coinciden en que es necesario mejorar la formación de los parados. Parece evidente que los cursos que se dan en la actualidad no cumplen su función (ayudar a los desempleados a encontrar otro empleo o a cambiar de sector). El problema es de calidad y de oportunidad: ni cumplen unos mínimos ni son adecuados para las necesidades de las empresas. La principal crítica es que están alejados de la realidad.
También exigen cambios en lo que hace referencia al subsidio del paro. La clave está en crear un formato de prestaciones que no proteja al desempleado y al mismo tiempo le incentive en la búsqueda de un empleo. En España, tener derecho al subsidio reduce a la mitad las opciones de encontrar un trabajo, por lo que parece claro que no está cumpliendo su función. El 80% de los que cobran la prestación esperan al final de la misma para aceptar un empleo. Y esto se vuelve en su contra, porque estar más de seis meses en paro es una rémora muy grande para volver a la actividad. Por cierto, en Europa las empresas privadas trabajan codo con codo con los servicios públicos para recolocar a los parados, pero tampoco esto parece estar sobre la mesa de Rajoy.
Lo que funciona
La palabra mágica en Europa es flexiseguridad, pero no hay que obsesionarse con este término. En realidad, son muchas las recetas que conducen al éxito. Dinamarca es el alumno aventajado, con tasas de paro que incluso en plena crisis están por debajo del 5%. Pero en otros países del norte de Europa (Suecia, Finlandia o Austria son buenos ejemplos) siguen más o menos las mismas reglas:
- Sencillez en la contratación: quizás no haya “contrato único” en ningún país de Europa, pero el número de modalidades es muy reducido y las cláusulas son parecidas para todas ellas. No hay temporales e indefinidos separados de forma tajante.
- Despido: en Dinamarca, un país de tradición socialdemócrata, el despido es casi libre. Las empresas pueden organizar su fuerza de trabajo con plena libertad. Y la rotación de los empleados es enorme. Casi uno de cada cuatro daneses cambia de empleo cada año; pero allí eso no es un drama porque saben que tienen oportunidades en un mercado muy flexible.
- Indemnizaciones: otra opción a estudiar tiene que ver con las indemnizaciones de despido. En España son tan altas que, por un lado, desincentivan la contratación de indefinidos y, por otro, son un coste que puede acabar con una empresa en dificultades. Y las decisiones no se toman por productividad (el mejor se queda) sino por la antigüedad y los derechos adquiridos. En esta cuestión, Austria es el ejemplo más citado, gracias a un modelo en el que cada trabajador va acumulando una bolsa. Eso sí, esto implica un sobrecoste, por lo que su adopción debería ir acompañada de una reducción equivalente en cotizaciones sociales.
- Subsidios y compromiso: en los países del norte, el desempleado tiene una elevada protección, pero a cambio adquiere el compromiso de buscar empleo y aceptar las ofertas que le salgan. En Dinamarca, por ejemplo, la prestación es superior (en cantidad y tiempo) a la española, pero eso no evita que también suponga un incentivo para reciclarse.
- Formación: está muy relacionado con el apartado anterior. En esta cuestión hay que apuntar que en el norte de Europa es común que participen las agencias privadas (normalmente, ETT) y las propias empresas. Lo que se consigue así es que esta formación esté más cerca de lo que exige el mercado.
Alta fiscalidad
Otro de los grandes problemas reside en la elevada fiscalidad sobre el trabajo que existe en España. Los sueldos están triplemente gravados a través del impuesto sobre la renta (IRPF, con distintos en función del sueldo), la Seguridad Social que paga el trabajador (6,35%) y la que abona el empresario (29,9%).
De este modo, para que un trabajador ingrese 1.001 euros limpios en su cuenta, la empresa deberá pagar 1.522 euros al mes, ya que el Estado se embolsa 522 euros en concepto de IRPF y cotizaciones sociales (34,3% del sueldo); para ganar 1.313 euros netos, la empresa debe abonar 2.089 euros, de modo que Hacienda se queda con 776 euros mensuales (37,14%); los que perciben 1.602 euros netos cuestan, en realidad, 2.641 euros, con lo que el pago de IRPF y cotizaciones asciende 1.039 euros al mes (39,35% de su sueldo); y así sucesivamente en función del nivel de renta.
El coste de la Seguridad Social en España es uno de los más elevados de la zona euro y el conjunto de países desarrollados (OCDE). Así pues, las cotizaciones sociales encarecen la contratación de mano de obra y, por tanto, dificultan la reducción del paro. En este sentido, Bruselas lleva tiempo recomendando a España la posibilidad de reducir las cotizaciones a cambio de elevar la tributación sobre el consumo (IVA).
El Gobierno de Mariano Rajoy se comprometió a aplicar una tímida rebaja de dos puntos en las cotizaciones a lo largo de 2013 y 2014, pero, finalmente, incumplió dicha promesa. La elevada fiscalidad laboral que impone la Seguridad Social es, sin duda, una de las grandes reformas pendientes del mercado de trabajo. Además, la reducción de estas contribuciones permitiría atenuar aún más los costes laborales, ayudando así a impulsar la competitividad de la economía española.
Salario mínimo y minijobs
Asimismo, el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) constituye otra importante traba para la creación de empleo. El Gobierno ha fijado el SMI en 645,3 euros al mes en 2013 frente a los 442,2 euros de 2002, de forma que este umbral se ha disparado un 46% en la última década. En comparación con otros países europeos (dividido en 12 pagas), el SMI en España, de casi 753 euros al mes, es inferior al de Luxemburgo (1.874,19), Bélgica (1.501,82), Irlanda (1.461,85), Países Bajos (1.456,2), Reino Unido (1.264,25), Francia (1.430,20) o Eslovenia (783,66), aunque superior al de Malta (697,42), Grecia (683,76), Portugal (565,83) o la mayoría de países del Este. Pero no todos los países de la UE cuentan con un SMI como, por ejemplo, Alemania y los nórdicos.
Los defensores del salario mínimo argumentan que este umbral favorece a los trabajadores menos cualificados, ya que les garantiza un determinado umbral de ingresos. Sin embargo, muchos expertos alertan de que su efecto real es justo el contrario, ya que condena al paro a los empleados menos capacitados. Tal y como explica Juan Ramón Rallo, “¿qué salario mínimo le impondría a su peor enemigo?” La respuesta intuitiva de mucha gente sería cero euros, pero ello no impediría que siguiese en su puesto de trabajo cobrando su actual remuneración. “Para lograr su perverso propósito, usted debería imponerle un salario mínimo de infinitos euros mensuales. De este modo, dado que ningún empresario estaría dispuesto a abonar un sueldo tan alto, su peor enemigo quedaría indefectiblemente estancado en una situación de desempleo (donde percibiría cero euros mensuales)”.
Éste es, por tanto, el efecto real del salario mínimo: no el de incrementar las remuneraciones sino el de condenar al paro a aquellos trabajadores cuya productividad es inferior al citado umbral mínimo. Muchos pensarán, entonces, que el valor de lo que produce la mayoría de trabajadores en España es superior a los 753 euros al mes que les paga el empresario. Sin embargo, a este importe es preciso sumar las cotizaciones sociales que sufraga la empresa (29,9%), el mes de vacaciones pagado, así como los costes de despido y capital, lo que arroja un coste total próximo a los 14.000 euros al año (poco menos de 1.200 euros al mes, casi el doble que el SMI).
Se trata de un umbral elevado dada la actual situación laboral que sufre España, con una tasa de paro del 27% y un desempleo juvenil superior al 50%. De ahí, precisamente, que Bruselas, Alemania, las patronales empresariales y numerosos economistas defiendan fórmulas alternativas para esquivar el salario mínimo, tales como la introducción de los minijobs. Alemania introdujo los mini-empleos en su reforma laboral de 2003, una figura que, junto a la flexibilidad interna de la que gozan las empresas, ha permitido a la economía germana disfrutar de la tasa de paro más baja de su historia a pesar de la grave crisis que azota a la zona euro.
Los minijobs ocupan en Alemania a cerca de 8 millones de personas con salarios de 450 euros al mes como máximo. Esta figura permitió a las empresas una contratación flexible en el segmento de los salarios bajos, al tiempo que los empleados siguen cotizando a la Seguridad Social. El empresario tan sólo abona un 2% del sueldo en impuestos y un 28% a la Seguridad Social (135 euros extra), con lo que el coste laboral total asciende a 585 euros al mes, una cuantía muy inferior al SMI español.
El trabajador puede desempeñar varios mini-empleos a la vez, sumando las remuneraciones de los mismos, pero si se sobrepasan los 450 euros deberá abonar mayores cotizaciones sociales. De hecho, incluso se permite compatibilizar un empleo normal con un minijob. Según Rafael Pampillón, profesor del Instituto de Empresa (IE), el elevado paro juvenil que sufre España se debe a la "combinación de un salario mínimo alto, elevadas cotizaciones a la Seguridad Social y un sistema educativo ineficiente".