El progreso de la Humanidad tiene su origen en la tenacidad mostrada por los individuos geniales a la hora de perseguir sus sueños a despecho de la masa. El hombre dejó las cavernas no porque un congreso de jefes tribales así lo decidiera (si ZP hubiera coordinado esa reunión, aún estaríamos matando bichos a garrotazos, ténganlo por seguro), sino gracias a que en cada generación existen individuos capaces de desafiar las convenciones y explorar nuevos caminos en la ciencia, las artes y el pensamiento.
El hombre alberga en lo más profundo de su ser ese deseo de avanzar en el terreno del conocimiento. Ahora bien, para que ese capital de ideas fructifique y beneficie a la sociedad, ésta ha de ordenarse de una determinada forma, y no de otra. Las instituciones sociales que acompañan al ser humano desde sus inicios son, básicamente, la familia, la propiedad privada y la libertad individual. Ninguna de ellas fue diseñada por equipo alguno de ingenieros sociales, sino que responden a un cierto orden natural y espontáneo que ha hecho las veces de código no escrito desde que la Humanidad inició su andadura.
Toda construcción social que intente subvertir esas instituciones básicas es, por definición, contraria a la civilización. El socialismo, que precisamente tiene como principal misión establecer una utopía revolucionaria para desmontar el orden social espontáneo, es, por tanto, una ideología reaccionaria y contraria a la esencia más profunda del ser humano. De ahí que fracase una y otra vez, luego de generar un océano de sangre, miseria y dolor.
Si esto es así, y lo es, lo normal sería que los medios de comunicación exaltaran los principios que nos han hecho más prósperos y más libres. Sin embargo, ocurre exactamente lo contrario. Los valores tradicionales, si alguna vez aparecen en los grandes medios de masas, son sometidos a ataques sañudos. Este estado de cosas hace que quien se rebele y decida actuar como un individuo libre sea considerado sospechoso de los más graves pecados contra la democracia y el igualitarismo.
La independencia de criterio, la defensa de la familia, la renuncia a aceptar como válidos los principios esparcidos por el marxismo cultural o la defensa del derecho a perseguir los propios fines a despecho de la opinión de la masa son conductas consideradas altamente sospechosas por la mayoría de la gente; porque no están bien vistas, y no como consecuencia de proceso reflexivo alguno.
En esta tesitura, quienes siguen la senda civilizadora de aquel antepasado que inventó la forma de mover grandes pesos utilizando dos ruedas y un eje son unos héroes, dado el coste personal que han de pagar por su independencia. En nuestro mundo occidental, este papel está representado con especial gallardía por los empresarios. Cualquier persona que idee una manera de satisfacer una necesidad de sus contemporáneos de forma más eficiente que los demás y que empeñe su patrimonio para llevarla a cabo puede ser considerado, con toda justicia, como parte de esa elite natural consustancial a toda época y lugar.
Esos individuos geniales, principales artífices del progreso humano, tienen, a mi juicio, una gran responsabilidad. Cuanto más éxito tengan como hombres de negocios y profesionales, más importante es que den ejemplo, esforzándose por comportarse de acuerdo a las más elevadas exigencias de la ética.
Desde luego, la primera obligación de toda persona decente es para consigo misma y para con su familia. Por eso es bueno que hagan honestamente todo el dinero que puedan, pues cuanto más dinero ganen más beneficiosos serán también para los demás. No deberían avergonzarse jamás de haber alcanzado el éxito y de tener dinero. Y, sobre todo, no deben permitir que los zombis morales que viven de esquilmar sus bolsillos a través del Estado se dirijan a ellos desde una posición de superioridad moral. Ni los empresarios de éxito lo merecen, ni los parásitos sociales tienen derecho alguno a recriminar o exigir nada a éstos.
Pero hay otra responsabilidad adicional que esta elite natural debe asumir. Han de apoyar activamente la propiedad privada, la familia, la responsabilidad personal y las libertades de contratación y asociación. Esto significa que han de asumir como un deber, su más noble deber, el contribuir abierta, orgullosa y generosamente al reconocimiento público de los valores que saben correctos y verdaderos mediante su colaboración con las instituciones privadas y los medios comunicación que han hecho de su defensa su principal bandera.
Con este modesto artículo invito a empresarios, profesionales liberales, autónomos, trabajadores cualificados y padres de familia a que tomen conciencia de su responsabilidad como miembros de la elite más noble con que cuenta nuestra sociedad. Si no lo hacen por ustedes, al menos háganlo por sus hijos y por los míos: ellos no se merecen que les defraudemos.