Es común escuchar que la sanidad no puede privatizarse por tratarse de un servicio demasiado importante en nuestras vidas; que la sanidad no ha de ser un negocio sino un servicio público y, por tanto, no debería moverse por el ánimo de lucro, sino en la preocupación por las necesidades del paciente. Algunos incluso llegan al extremo de afirmar que la sanidad pública por fuerza ha de ser más barata que la privada, en tanto nos ahorramos el margen de beneficios. Sin embargo, ninguna de estas afirmaciones tiene demasiado fundamento: y es que, justamente por ser la sanidad tan importante, deberíamos permitir una pujante experimentación descentralizada entre distintos modelos organizativos (libertad en el lado de la oferta) que fueran validados o rechazados por un cliente con capacidad real de decisión (libertad en el lado de la demanda).
La sanidad, un negocio
A la postre, un negocio es tan sólo eso: una forma de organizar los factores productivos para ofrecerle al cliente un conjunto de servicios a un determinado precio. Si los costes asociados a esa organización de los factores son inferiores al valor que les atribuye el cliente, entonces ese modelo de negocio obtendrá ganancias, lo que indicará que, hasta el momento, ha sido una organización acertada; si, en cambio, el coste de la organización es superior al valor que le atribuyen los clientes, acumulará pérdidas, lo que indicará que debe reinventarse. A su vez, si un determinado modelo de negocio obtuviera ganancias gigantescas y extraordinarias (esto es, si fuera capaz de producir un servicio muy valioso a un coste muchísimo más bajo que la competencia), estaría señalizando a sus rivales que ésa es la manera óptima de proveer el servicio, procediendo éstos a emularla en un movimiento que tendería a mejorar la calidad del servicio y a abaratar su coste. No en vano, allí donde predomina la libre competencia entre proveedores sanitarios, los resultados en términos de rebaja de costes y de mejora de la calidad son simplemente espectaculares.
Que la sanidad española no sea un sector abierto a la competencia —o, mejor dicho, que sólo esté muy limitadamente abierto a la competencia para aquellos clientes con renta disponible suficiente para pagarse un centro privado después de soportar la mordida fiscal— no modifica que siga requiriendo de un modelo organizativo que busque mejorar el servicio y abaratar el coste. Tan sólo destroza los incentivos y los mecanismos de realimentación con los que sí cuenta un sistema abierto, descentralizado y competitivo frente a uno cerrado, centralizado y monopolizado. En la sanidad pública no son los empresarios con buenas ideas los que se estrujan los sesos para montar una clínica o un hospital que encaje bien con las exigencias de servicios y de coste de sus clientes, sino que es el burócrata de turno —rodeado de decenas de grupos de presión, cada cual con sus intereses regulatorios particulares— quien de manera solipsista debe organizar todo el sistema sanitario para imponer sus gustos y sus preferencias particulares sobre las de los usuarios finales. A saber, el usuario de la sanidad es el último mono a la hora de decidir cómo organizarla: éste sólo tiene la opción de pagar y callar, aceptando estoicamente la gestión arbitraria que el burócrata efectúa con el dinero que le extrae forzosamente.
La implicación de todo ello es obvia: ¿qué incentivos posee un burócrata sanitario en reducir costes alterando un modelo organizativo que incluso él mismo puede juzgar como caduco? ¿Qué presión siente a buscarse problemas batallando con los lobbies que se lucran de una particular organización del sistema —personal, proveedores, cargos intermedios, competidores, etc.— cuando puede vivir plácida y cómodamente manteniendo el modelo en su forma actual e incluso incrementando el gasto público en beneficio de todos los lobbies y en perjuicio del contribuyente? Ninguno: el sistema público se mueve por la inercia de los intereses creados, no por la soberanía del usuario. Al final, pues, la cuestión es sencilla: ¿queremos un sistema sanitario (público) al servicio de burócratas y grupos de presión o un sistema sanitario (privado) al servicio del paciente?
Por supuesto son muchos quienes sostienen que la competencia en materia sanitaria nos abocaría a un sistema controlado por grandes grupos empresariales cuyo único propósito sería el de recortar la calidad del servicio para encarecer su precio. Un escenario catastrófico que no sólo es mucho más probable que se reproduzca dentro de un sistema público (élites extractivas que viven a costa del usuario), sino que paradójicamente no sucede en aquellos tramos del mercado sanitario que sí exhiben una cierta libertad (libertad de entrada para el proveedor y libertad de elección del proveedor para el paciente): son pocos los que seguramente se atreverán a sostener seriamente que los oftalmólogos privados o que los dentistas (servicio sanitario privatizado en un 97% en España) se han asociado oligopolísticamente para imponernos tarifas desproporcionadas por servicios deficientes. Es más, aquellos pocos que se atrevieran a articular semejante razonamiento estarían siendo engañados por la nula visibilidad de los costes del sistema sanitario público: por ejemplo, en los últimos 15 años el gasto por paciente en la sanidad pública se ha incrementado a un ritmo que casi duplica el aumento del gasto por usuario en los dentistas. Somos conscientes de lo que nos cuesta lo segundo (hay precios de mercado), pero no lo somos de cuánto nos cuesta lo primero (no hay precios de mercado): y sin embargo pagamos ambos servicios (uno voluntariamente, otro coactivamente).
Los beneficios de la sanidad privada
De hecho, el argumento de que la sanidad pública por necesidad ha de ser más barata que la privada en tanto en cuanto nos ahorramos el margen de beneficios del proveedor no resiste el más mínimo análisis crítico. Primero porque es deshonesto obviar que en la sanidad pública también existe ánimo de lucro: el lucro que de ella obtienen las élites extractivas —burócratas y lobbies— a costa de los paganos contribuyentes. Cuando el personal sanitario protesta por una rebaja del 5% de su sueldo, está exhibiendo un más que flagrante ánimo de lucro salarial; cuando el político de turno promete aumentar el gasto en sanidad, está exhibiendo un populista ánimo de lucro electoral. En ambos casos, el coste de su lucro se descarga coactivamente sobre el contribuyente.
Pero, segundo y principal, por ignorar el concepto de beneficio económico. Todo beneficio está integrado por dos categorías: la remuneración del capitalista que ha financiado la inversión empresarial y las ganancias extraordinarias derivadas de ofrecer un servicio superior al de la competencia (mejor al mismo precio o más barato con la misma calidad). Es obvio que la existencia de ganancias extraordinarias no encarece sino que abarata el servicio sanitario: un proveedor gana más dinero porque descubre un modelo organizativo con el que maximiza calidad minimizando costes. Es precisamente esta rivalidad dinámica entre oferentes lo que consigue de manera proactiva impulsar la innovación empresarial y tecnológica. Por tanto, el único componente que podría encarecer la sanidad privada frente a la pública es la remuneración exigida por el capitalista para financiar la inversión inicial y la reinversión de su capital.
Sucede que en España la función de capitalistas financiadores se ha socializado entre todos los contribuyentes: somos todos los que, habiéndosenos arrebatado un capital que alternativamente podríamos haber ahorrado y rentabilizado, hemos tenido que sufragar la construcción de hospitales o clínicas. Dado que no estamos percibiendo una remuneración específica por ese capital —lo tenemos inmovilizado y no nos renta nada—, no es que la sanidad pública rebaje el coste, sino que se lo impone al contribuyente. Dicho de otro modo: si forzáramos a los médicos a trabajar gratis, ¿estaríamos abaratando la sanidad o estaríamos trasladándoles casi por entero su coste a los médicos?
Huelga reiterar lo obvio: que un mercado sanitario libre sólo puede funcionar correctamente si es un mercado libre. Y los mercados libres requieren de libertad tanto por el lado de la demanda como por el lado de la oferta: requieren libertad para que sea el paciente quien gestione su gasto (en lugar de que lo gestione el político) y requieren libertad para que cualquiera pueda presentar ante los usuarios su propuesta de valor. Por eso, modelos sanitarios muy parcialmente libres como el de EEUU (donde, debido a los perversos incentivos fiscales, el gasto sanitario está socializado en un 90%: el 45% lo maneja el Estado y el 45% las aseguradoras) o un modelo europeo de concesiones administrativas (donde no es el consumidor el que elige a su proveedor sanitario, sino que el burócrata de turno le sigue quitando su dinero para otorgárselo discrecionalmente al lobby de turno) pueden fracasar estrepitosamente (la demanda no disciplina a la oferta, sino que ésta se sigue imponiendo sobre la demanda).
La sanidad española debería privatizarse completamente; no a través de concesiones administrativas, sino suprimiendo al menos el 80% del gasto sanitario público para así poder rebajar los impuestos en al menos 50.000 millones de euros actuales (el equivalente a, por ejemplo, eliminar el IVA): la inmensa mayoría de ciudadanos podrían costearse su propia sanidad y aquellos sin recursos incluso podrían verse protegidos por una red de asistencia estatal que, verbigracia, permitiría atender al 20% de los ciudadanos en caso de que su renta fuera insuficiente (con una reforma más amplia del Estado de Bienestar, ni siquiera esta red sería probablemente necesaria, tal como explicaré en mi próximo libro Una revolución liberal para España). Es verdad que, por desgracia, la transición a este nuevo modelo no podría ser inmediata y su completitud tomaría varios lustros, pero no hay motivos para no emprenderla de inmediato con valentía. Por desgracia, nadie en el PP y en el PSOE posee los principios, las convicciones y el aplomo para ello. Prefieren seguir medrando a nuestra costa.