Subir los impuestos a las entidades que facturan más de 10 millones de euros no despierta una animadversión decidida por parte de la ciudadanía.
El sistema fiscal imperial romano en la época del emperador Calígula se caracterizaba por anunciar las normas tributarias en sitios incómodos y en letra pequeña. Algo que sin duda hacía más difícil a los romanos el pago de tributos. Casi 2000 años más tarde, nuestro sempiterno Gobierno en funciones, al que no tardaremos en añorar, publicó el 30 de septiembre en el BOE que a partir del día siguiente y hasta ayer, las grandes empresas debían apañárselas para pagarle, se estima, 6.000 mil millones de euros. Ímprobo esfuerzo por aplicar un sistema fiscal previsible, con seguridad jurídica, etc. Ríase Calígula.
El último Real Decreto que ha subido los impuestos a las grandes empresas y que, por cierto, no se ha convalidado en las Cortes hasta el mismo día en que finalizaba el plazo para que se paguen los impuestos (otro ejemplo de planificación, previsión y prudencia en la política económica del Gobierno), no tuvo ninguna contestación social apreciable. En parte por eso se aprobó, electoralmente, subir los impuestos a las entidades que facturan más de 10 millones de euros no despierta una animadversión decidida por parte de la ciudadanía y de ningún agente social. Uno de los argumentos que más suele esgrimirse es el mismo que el empleado para justificar la subida de impuestos a los ricos. Si pagan ellos, grandes empresas y ricos, menos pagaremos el resto.
El problema es que no es cierto… de acuerdo con la teoría económica más abstracta pero también de los estudios que analizan la evidencia en distintos países. Desde el análisis seminal del economista Harberger en los sesenta, se han sucedido estudios de distinto calado que analizan cómo, por ejemplo, la imposición sobre las empresas reduce su inversión y, por tanto, la productividad de los trabajadores, reduciendo sus salarios. La última oleada de estas investigaciones se ha realizado a mediados de la década pasada arrojando los mismos resultados.
Subir impuestos a las empresas es reducir los salarios
En 2006 Hasset y Mathur recabaron información de 72 países en 22 años y concluyeron que los impuestos sobre las empresas reducían los salarios en el sector manufacturero. Al año siguiente, 2007, otro trabajo publicado por la Reserva Federal analizaba la renta personal en 30 países y halló que un incremento del 10% del Impuesto sobre Sociedades reducía un 7% el salario medio. Algo importante de esta investigación es que esa reducción se producía tanto en trabajadores cualificados como en los menos cualificados, destruyendo así otro mito sobre que eran los trabajadores de las grandes empresas lo más perjudicados (es decir, los de menor productividad).
De hecho, en 2008, la propia OCDE, gran adalid mundial en implantar sistemas fiscales con altos impuestos, poca competencia tributaria y defensora de los estados (y no de los contribuyentes), publicó otro trabajo en el que afirmaba que la tributación empresarial no sólo afectaba a los salarios sino que tiene otra desgraciada particularidad: perjudica a las empresas más innovadoras y a aquellas cuya productividad se está acercando más rápidamente a las de aquellas empresas más eficientes.
Con todo, el impulso científico no se ha detenido y ha afinado más el análisis. Por ejemplo, el realizado en dos trabajos científicos de 2011 y 2015 (muy cercano, por tanto, en el tiempo) que analizaron el caso particular de Alemania, a nivel regional y de sus municipios, para comparar unidades más homogéneas y con mercados laborales menos libres (con convenios colectivos a nivel empresa o sectorial, y otras fricciones). Las conclusiones, las mismas. Con datos de 8 y 20 años, los estudios revelaron que los trabajadores soportaban el 43% de la imposición sobre las empresas. Lo curioso del último trabajo citado es que la planificación fiscal, lo que hoy en día el pensamiento único denomina «planificación agresiva», «fraude», «evasión fiscal», reducía el impacto negativo sobre los salarios. El hecho de poder aprovechar diferentes jurisdicciones para disminuir la factura fiscal permitía que los salarios no padecieran tanto las consecuencias.
Por último, este mismo año también se han llevado a cabo investigaciones sobre este efecto de la tributación empresarial sobre los salarios, esta vez para el caso de Canadá. Los resultados son del mismo tenor aunque quizá con un matiz más importante: los salarios se reducían en más de un dólar por cada dólar que se recaudaba por el Impuesto sobre Sociedades. Es decir, no es sólo el nivel de los impuestos sino la propia recaudación, algo que debe tenerse muy en cuenta cuando se esgrime la bondad de la Curva de Laffer (los efectos «beneficiosos» en la recaudación por tener impuestos bajos tienen consecuencias negativas también).
¿Y en España?
Con todo, uno podría pensar que los salarios se reducen porque el empresario, la empresa, siguiendo con su perversa naturaleza, se resarce de la carga fiscal sufrida quitándole parte del salario a los trabajadores. Una especie de neomarxismo revisitado 3.0, en el que la empresa se apropia de un poco más de la plusvalía hurtada a su creador, el trabajador. Sin embargo, hay que recordar que, en contra de la visión de lucha de clases entre patrón y trabajador, los salarios son la remuneración por el valor que éste aporta a la producción, por su productividad, del mismo modo que los beneficios son la remuneración para el empresario, promotor de la empresa. Si los trabajadores cobraran menos de lo que aportan, se les demandaría más y su salario subiría. Y a la inversa. Es una fijación del salario que puede oscilar y no ser exacta (qué lo es en el mundo), y en la que la negociación entre las partes influye, pero es una tendencia hacia la que se va continuamente. A no ser que existan rigideces impuestas por legislaciones trasnochadas que impiden esta lógica, como en el caso de España, en donde los convenios colectivos fijan directamente cuál debe ser el salario de los empleados. Al menos, un salario mínimo.
Y no sólo el salario mínimo, las pagas extra, las vacaciones, las indemnizaciones, etc. Es decir, un conjunto de aspectos que forman el coste laboral y que no tiene en cuenta la productividad concreta y las circunstancias particulares en cada empresa. ¿Qué ocurre, pues, cuando el coste laboral mínimo impuesto no coincide con la productividad de los trabajadores? El resultado es el modelo de mercado laboral español y su dualidad. En donde unos, los insiders (los que están dentro del mercado laboral, los indefinidos) gozan de unas mejores condiciones a costa de los outsiders (los que están fuera, temporales o parados): mayor poder de negociación, indemnizaciones más altas, mayores sueldos. Dado que el coste laboral mínimo es rígido y mayor que la productividad, los empresarios contratan menos.
Esta división artificial del mercado creada por nuestra legislación se agudiza por los efectos de la tributación empresarial, que reduce la productividad de los trabajadores y reduce el poder de negociación de los desempleados. La consecuencia, menores sueldos y mayor desempleo.
Conclusión
La subida de impuestos a las grandes empresas aprobada por el PP y respaldada por el resto de partidos no hace más que incrementar la brecha de la dualidad en el mercado laboral español. La normas técnicas que poca atención suelen despertar entre los electores acaban influyéndoles de manera más determinante que otras promesas más vistosas del Estado del Bienestar. El argumento de machacar a impuestos al prójimo rico siempre acaba por perjudicarnos a todos. Un Gobierno en funciones puede ser igual de malo que otro vigente puesto que son las leyes que se aprueban y las medidas que se ejecutan lo importante, no la mística presencia de un gobierno constituido.