La vuelta atrás iba a ser costosa en tiempo y energía porque las bases jurídicas no están del todo claras.
Dicen que, de todas las navajas con las que te pueden herir, la peor es aquella que tiene un filo liso y otro dentado, porque al dolor de la hendidura hay que añadir el destrozo que la parte serrada inflige al cuerpo en su camino de salida. Algo así se percibe, desde mi punto de vista, al analizar los cambios en la situación y en las posiciones respecto a la salida del Reino Unido de la Unión Europea.
Mientras la mayoría de las miradas se centran en los costes económicos presentes o potenciales, en la búsqueda de nuevos mercados de los productores británicos o europeos, en el acomodo de la población trabajadora inmigrante afectada y otras cuestiones prácticas, la incertidumbre sigue reinando en la opinión pública, de manera que un 75% de los británicos siguen declarándose perplejos y confusos ante lo que está por venir, independientemente de si votaron a favor o en contra de la ruptura con la Unión Europea.
El camino de salida es aún más conflictivo debido a la fragilidad del gobierno de May, que tiene rebeldes anti Brexit en su propio partido dispuestos a frenar como sea el proceso. Este hecho es tanto más importante cuando recordamos que el pasado diciembre, cuando Theresa May desafió al Parlamento e intentó que las decisiones del gobierno no tuvieran que pasar por la cámara, fracasó claramente. Desde entonces, el poder de los esquiroles conservadores es enorme, tanto como la indignación de los “brexiters” (favorables a la salida), que se dan cuenta de que la debilidad de la líder británica puede dar lugar a una mayoría parlamentaria que logre frenar o retrasar la salida de Europa o, al menos, debilitar el poder de negociación de su gobierno, si no tiene un sólido respaldo popular (que no lo tiene) y parlamentario (que tampoco).
Aunque, de momento, estas elucubraciones son algo prematuras, ya que no hay una propuesta oficial por parte de nadie, los rumores acerca de una marcha atrás en el proceso de ruptura han llevado a varios estudiosos a plantearse si hay visos de realidad en ellos; si podría llegar a ser real. No hay unanimidad al respecto. El punto fuerte es la unilateralidad de la reversión del artículo 55 del Tratado Europeo. Es decir ¿puede un país que ha solicitado que se active el citado artículo decidir unilateralmente su desactivación por cualquier causa? Por supuesto, el paso previo seria que se diera un motivo suficiente para la misma. Pero, asumiendo que es así, que por el resultado de un segundo referéndum o por una decisión parlamentaria, el Reino Unido se decide a desactivar el artículo 55 del Tratado de la UE, ¿podría hacerlo desde un punto de vista jurídico? El primer hándicap es que es la primera vez que se activa y sería la primera vez que se desactiva, así que no hay ningún protocolo previsto en el propio Tratado de la Unión Europea.
Si la respuesta es negativa y esa decisión ha de ser sancionada por la Comisión Europea hay un problema: poner de acuerdo a los 27 países miembros en estos momentos del proceso no sería una tarea fácil. Así que supongamos que se admite la unilateralidad. En ese caso, la Unión Europea se enfrenta a un difícil equilibrio, digno de todo un rey Salomón. En primer lugar, porque tras plantear un “hard Brexit”, es decir, tras mantener una línea dura respecto a la salida del Reino Unido, lo que no puede hacer la UE es permitir un retorno fácil, ha de presentarse igual de dura y exigente. La principal razón es la ejemplaridad: el coste de la marcha atrás tiene que ser disuasorio para cualquier potencial país que se le ocurra activar el artículo 55 siguiendo la estela británica. En segundo lugar, hay que plantear si el Reino Unido debería hacerse cargo de todos los gastos ocasionados por el proceso truncado. Pero ese punto no está claro. Podría suponerse que cada una de las dos partes se paga sus costes. Esto generaría incentivos muy perversos porque el Reino Unido, al permanecer, finalmente, en la UE podría costear todos o parte de sus gastos correspondientes con el dinero comunitario, procedente de los ciudadanos que hemos soportado todo el revuelo.
Finalmente, la vuelta atrás iba a ser costosa en tiempo y energía porque las bases jurídicas no están del todo claras. Mientras que los juristas más ortodoxos, como el profesor de la Universidad de Oxford, Stephen Weatherill, o el profesor emérito de la Universidad de Londres, John Weeks, creen que no podría ser una decisión unilateral, otros, la mayoría, no opinan igual. Algunos apelan a la Convención de Viena, que en sus artículos 66-68 de la Ley de Tratados reconoce el derecho de retractarse de la salida un pacto por cualquier país, si no se ha producido efectivamente la misma. Sin embargo, este argumento no es muy bueno porque va en contra del espíritu del propio Tratado de la UE, que considera el sistema legal europeo como un todo coherente y, por lo tanto, previene de buscar respuesta a los conflictos internos en cualquier ley supranacional, ajena a la Unión Europea. El planteamiento mayoritario se basa en el derecho de retracto de una nación toda vez que no se ha iniciado el verdadero proceso de separación ya que aún se está negociando el proceso de salida.
Pero, más allá de las razones políticas, el reconocimiento de ese derecho implicaría, como se ha indicado más arriba, que el Reino Unido podría reclamar que cada institución pagara sus gastos. Es posible imaginar que algunos países sancionados por la UE amenacen con apelar al artículo 55 por razones estratégicas sabiendo que las consecuencias son tan leves.
Si la salida del Reino Unido ha causado una herida en la economía británica y en las bases de la Unión Europea, la retractación puede ser mucho peor aún, puede trastocar todo el sistema de incentivos y dañar la médula, como si de una navaja con filo dentado se tratara.