Las buenas intenciones, como las del Partido Popular con su reforma constitucional. Que nuestra Constitución no es la de Cádiz es notorio. Que el consenso y el acuerdo que la hizo posible se impusieron a la racionalidad y la atención prioritaria a los derechos individuales, todos lo sabemos. Que la libertad no vivía entonces la consideración que se le tiene hoy, no habrá que negarlo. De modo que si nos planteamos una reforma de la norma fundamental, lo primero que habrá que preguntarse es ¿para qué?
El PP, a mi modo de ver, se equivocará si no hace suyo como primer objetivo la plena libertad de los ciudadanos españoles y la subordina a la identificación de España con el Estado central o las concesiones al Estado de Bienestar para hacerse perdonar no se sabe qué. Una bolsa de dizqueciudadanos dependientes del Estado es feudo electoral de los socialistas. Miren el caso de Andalucía. Cuanto más independientes, responsables y libres sean los españoles, menos permeables serán al discurso entre buenista, paternalista y de odio de los socialistas.
Los nacionalistas son la otra gran amenaza para nuestra libertad, pero para responder a ella no hay que concentrar de nuevo el poder en el Estado central sino todo lo contrario. Que cada región, cada ayuntamiento si es posible, compita con el vecino para ofrecer aquella combinación de servicios y libertades que sea menos dañina al ciudadano. Hagamos el diseño facilite la mayor competencia entre administraciones. No se tema la diferencia, porque amplía las opciones de elección de los ciudadanos. Pero que tampoco que quede sólo en eso, porque lo principal es la definición y la defensa efectiva, permanente e independiente de la política de nuestros derechos. Tenemos plena libertad, se nos reconozca o no, a montar una empresa y llegar a los acuerdos que queramos con quien los acepte de buen grado. Tenemos la libertad sin fisuras de elegir la forma que deseemos para educar a nuestros hijos, elegir nuestro estilo de vida, expresar lo que consideremos oportuno, a obviar al Estado cuando sobrepasa el ámbito de nuestros derechos. Ese, y no otro, debe ser el vértice de la Constitución, el espacio protegido contra cualquier interferencia, frente a cualquier justificación.
Y, sobre ello, el resto debe de estar encaminado a restarle instrumentos de poder a la política. Bien está que el CGPJ salga elegido de los propios jueces, como propone Rajoy, y no por los políticos. Pero también deberíamos fijarnos en el Tribunal Supremo de Estados Unidos para importar la fórmula de los miembros vitalicios al Constitucional. Y, sobre todo, romper las circunscripciones hasta hacerlas uninominales. Si a un diputado lo elige el señor Rajoy y no el votante, que no nos venga diciendo que lo que quiere es algún tipo de regeneración democrática.
Las buenas intenciones hay que engarzarlas con un sano escepticismo hacia la política y una confianza, aunque fuese moderada, en una sociedad libre y desenvuelta. Si no, mejor no tocallo.