Trece mil millones de euros nos ha costado a los contribuyentes españoles tapar los agujeros de Catalunya Bank. Moderada calderilla para un país donde el estatismo militante ya generalizó el adagio de que "el dinero público no es de nadie". Y no siéndolo, claro, cómo no caer en la tentación de enterrarlo y dilapidarlo en cualesquiera alocados proyectos del gusto de nuestros iluminados próceres.
Acaso por ello parte de nuestros políticos –desde Podemos hasta una parte del PSOE– hayan optado por auspiciar una nueva vuelta de tuerca en el dispendioso panorama financiero patrio reivindicando el retorno de la banca pública. Sí, de la banca pública: un modelo de entidad financiera aparentemente ignoto en nuestro país.
A la postre, ¿cuáles son los rasgos esencialmente característicos de un banco público? Primero, que esté controlado por el Estado. Segundo, que su gestión no se oriente a maximizar beneficios, sino a proporcionar crédito en condiciones laxas a personas que lo necesiten. Tercero, que se socialicen pérdidas y ganancias. ¿Se les ocurre alguna modalidad de entidad financiera cuya existencia se haya basado en tales principios? En efecto: las multiquebradas cajas de ahorros.
Las cajas de ahorros eran fundaciones privadas de interés social cuya asamblea general estaba normalmente copada por representantes de las corporaciones municipales y de las administraciones autonómicas donde se hallaban ubicadas. De ahí que fueran los propios gobiernos autonómicos y municipales los que determinaran la composición de sus consejos de administración, habitualmente repletos de apparatchiki de las distintas formaciones políticas. El control de las cajas de ahorros por parte del Estado era, pues, máximo: las cajas se convirtieron en los brazos financieros de los mandatarios regionales de turno.
De hecho, la gestión de las cajas no se orientaba a maximizar ningún privativo beneficio de unos inexistentes accionistas: las cajas de ahorro españolas se caracterizaron por situarse a la vanguardia de la concesión del crédito hipotecario y promotor durante el boom del ladrillo en condiciones abiertamente laxas y antieconómicas. Lo importante no era ganar dinero, sino maximizar el crédito otorgado a familias, empresas y administraciones públicas. Al cabo, los beneficios obtenidos a resultas de tan imprudente actividad eran, por un lado, destinados a reforzar las reservas de la entidad y, por otro, reinvertidos abnegadamente en la comunidad a través de la obra social.
No había, por consiguiente, beneficios que fueran privatizados: las ganancias o bien se quedaban en la propia caja o bien regresaban a la sociedad. Pero, evidentemente, la banca pública no consiste solamente en socializar beneficios, también en socializar pérdidas; y eso fue lo que terminó sucediendo con los milmillonarios quebrantos de nuestras cajas: que fueron cargadas a las espaldas de todos los contribuyentes.
Así las cosas, cuesta distinguir las cajas de ahorros de la banca pública: ambas están controladas por el Estado, ambas mantienen unos estándares laxos de concesión de crédito y ambas se asientan sobre el principio patrimonial de socializar pérdidas y ganancias. Acaso se alegue que las cajas de ahorros fueron víctimas de una corrupción político-empresarial generalizada que las llevó a convertirse en un instrumento para el latrocinio de la casta que las dirigía y de quienes pastoreaban a su alrededor. Pero justamente ese es uno de los riesgos ciertos a los que se expone todo órgano estatal (tal como vienen denunciando desde antaño los economistas liberales de la Escuela de la Elección Pública): el riesgo de que el órgano estatal sea capturado por los burócratas que lo dirigen y por los lobísticos buscadores de rentas que intentan instrumentarlo a su favor; y el riesgo de que, al ser capturado por ellos, se convierta en un mecanismo para transferir riqueza desde unos contribuyentes explotados hacia unos cuadros explotadores. En suma: que las cajas degeneraran en herramientas al servicio de las élites extractivas no desmiente su naturaleza de banca pública, sino que más bien la confirma.
No, el estrepitoso fracaso de la banca pública (de las cajas de ahorros) no debería llevarnos a reclamar más banca pública, sino la completa separación entre banca y Estado: lo que no sólo pasa por acabar con las entidades financieras controladas por nuestros políticos sino, sobre todo, por eliminar todos los múltiples y distorsionadores privilegios que el Estado otorga a los bancos, ya sean éstos públicos o privados.