Skip to content

Las guerras comerciales no son fáciles de ganar

Publicado en El Confidencial

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

¿Por qué Trump ha iniciado una guerra comercial contra medio mundo, incluyendo a China y a la Unión Europea? Al respecto existen dos posibles explicaciones: la primera —llamémosla ‘hipótesis Navarro’— es que Trump es un mercantilista de la vieja escuela y, en consecuencia, busca acabar con la balanza comercial deficitaria de EEUU penalizando las importaciones y subsidiando las exportaciones; la segunda —llamémosla ‘hipótesis Kudlow’— es que Trump es, en el fondo, un librecambista encubierto que está utilizando sus amenazas arancelarias para conseguir una completa liberalización comercial global.

La hipótesis Navarro se alimenta de las ideas del asesor en asuntos comerciales de Donald Trump, a saber, Peter Navarro. La visión de este economista se aproxima a la de que el comercio es un juego de suma cero: los déficits comerciales empobrecen al país que los padece y los superávits comerciales enriquecen al país que los disfruta. El objetivo de Navarro no es liberalizar el comercio, sino controlarlo —vía aranceles— para conseguir eliminar el déficit patrio.

La hipótesis Kudlow se alimenta de las ideas del asesor económico de Donald Trump, a saber, Larry Kudlow. El analista metido a político es un persistente defensor del liberalismo económico en todos los órdenes y es consciente de que un déficit comercial no es negativo para el país. Su objetivo, más bien, es el de presionar a los gobiernos extranjeros con amenazas arancelarias para que acepten liberalizar su sector exterior.

¿Cuál de ambas interpretaciones se ajusta a las auténticas intenciones del presidente estadounidense? No está claro, puesto que Trump ha expresado reiteradamente su oposición a los déficits comerciales —como si estos fueran intrínsecamente negativos para un país— pero también ha proclamado a los cuatro vientos su objetivo de que todos los países, incluido EEUU, supriman sus barreras comerciales. ¿Cuál de las dos posibles almas de Trump prevalecería en caso de que se eliminaran todos los obstáculos al libre intercambio exterior y el déficit comercial de EEUU no solo no disminuyera sino que aumentara? ¿Defendería incluso en ese caso el libre comercio o abogaría por restricciones arancelarias que respetaran el ‘America First’?

Sea como fuera, aun cuando la hipótesis Kudlow resultara correcta, la estrategia que está siguiendo Trump —la guerra comercial— no nos aproxima hacia libre comercio ni en el corto plazo ni —probablemente— en el largo plazo. El líder republicano siempre ha dicho que las guerras comerciales son fáciles de ganar, lo que necesariamente significa que las economías extranjeras serán las principales perjudicadas de una escalada arancelaria con EEUU: la razón, argumenta Trump, es que toda reducción del déficit comercial estadounidense beneficia a EEUU y perjudica a las economías foráneas. Pero no es así.

Por un lado, aun cuando estuviéramos en un mundo donde las distintas economías solo intercambiaran productos terminados, elevar los aranceles a la importación de determinadas mercancías supondría perjudicar a los consumidores nacionales de esas mercancías para beneficiar a sus productores nacionales: quien ganaría no sería EEUU como tal, sino determinados intereses mercantiles dentro de EEUU a costa de los intereses de muchos consumidores estadounidenses.

Por otro, en el mundo real, las economías no intercambian únicamente bienes terminados, sino también productos intermedios. Eso significa que los aranceles pueden perjudicar no ya a los consumidores nacionales, sino también a los productores nacionales al menos por dos vías.

Primero, habrá productores nacionales cuya competitividad global dependa de la importación de bienes intermedios extranjeros: si, por ejemplo, se elevan los aranceles sobre la importación de acero y las automovilísticas estadounidenses han de comprar el caro acero yanqui en lugar de poder adquirir el más barato acero extranjero, entonces su capacidad para competir con automovilísticas extranjeras se verá mermada. En este sentido, el 95% de los 1.102 productos chinos que Trump ha gravado con aranceles son inputs para la producción local estadounidense (semiconductores, plásticos, pantallas planas o aluminio): obligarles a pagar más por esos ‘inputs’ solo laminará la capacidad del empresariado yanqui para competir en los mercados locales y en las plazas foráneas.

Segundo, las mercancías extranjeras importadas por los consumidores finalespueden haberse fabricado ensamblando bienes intermedios importados desde EEUU: si, por ejemplo, se incrementan los aranceles sobre la importación de coches fabricados en España y esos vehículos se fabricaban integrando motores manufacturados en EEUU, entonces el arancel también hundirá la demanda de los productores estadounidenses de motores. En este sentido, por ejemplo, el 38% del precio de un automóvil fabricado en México va a parar a empresas yanquis. Si, como ya ha amagado con hacer, Trump rompe el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, muchas de las principales empresas perjudicadas se hallarán en suelo estadounidense.

En definitiva, que EEUU tenga un déficit comercial con el resto del planeta no significa que una guerra arancelaria vaya a resultar especialmente liviana ni para los consumidores ni para las empresas estadounidenses. Al contrario, debido a la fragmentación global de las cadenas de valor, gran parte de las pérdidas totales podrían concentrarse en la propia economía estadounidense. Tanto si Trump es un ignorante mercantilista como si es un maquiavélico librecambista, las guerras comerciales modernas no son fácil de ganar. Meterse goles en propia puerta suele ser la forma más tonta de perder un partido.

Más artículos

Cómo el mundo se hizo rico

La obra de Acemoglu, Robinson y Johnson, por sus trampas y errores, seguramente no merezcan un Premio Nobel.