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Las papelerías ganan a Amazon.es

Publicado en Libertad Digital

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Existen muchos otros frenos al comercio electrónico en nuestro país, empezando por el porcentaje de españoles conectados a la red, pero el precio único es el más artificial y fácilmente eliminable. Bastaría con que se aprobara quitar los artículos 9, 10 y 11 de la infame Ley del Libro publicada el pasado sábado en el BOE y aprobada en el Congreso con los votos de PSOE y PP y, como no podía ser de otra manera, el aplauso de la diputada socialista del PP Beatriz Rodríguez Salmones.

Esta ley reforma la anterior, aprobada por el régimen franquista, y hereda de ella tanto el precio único del libro como su espíritu fascista, al ser un apaño negociado entre los sectores implicados, las "fuerzas vivas", con la notable excepción de la parte verdaderamente importante: los consumidores de libros, los lectores. Lo reconocía la propia De la Vega cuando, al presentar el proyecto de ley, afirmó que la liberalización del precio de los libros de texto aprobada "favorecerá a las familias que se beneficiarán de los efectos en el precio de un sistema libre". Si esto es así, e indudablemente lo es, ¿por qué no se han extendido esos maravillosos beneficios a los demás libros? Porque las fuerzas vivas no quieren.

Los beneficios que aportan las grandes tiendas virtuales a la cultura están bien estudiados. Los lectores pueden expresar su opinión y lo hacen con frecuencia, permitiendo al comprador tener una idea de lo que va a adquirir. La propia aplicación de la tienda puede detectar patrones de compra conjunta y hacer ofertas o simplemente informar de que aquellos que compran un libro determinado suelen comprar también otro. Al tener unos costes mínimos de inventario, pueden ofrecer una cantidad inmensa de títulos, creando lo que se ha dado en llamar la larga cola, lo que facilita la salida a libros con pocas ventas potenciales pero cuya publicación puede ser rentable al tener un canal mediante el cual vender a sus clientes dispersos.

En cambio, los beneficios que obtenemos por obstaculizar este desarrollo no están muy claros. Los defensores del precio fijo citan, sobre todo, tres. El primero es la sacrosanta defensa de los libreros pequeños e independientes. Olvidan que los lectores solemos preferir grandes superficies, que, excepto si se compara con las librerías especializadas (que dudo que tengan problemas en sobrevivir con el cambio de ley) disponen de una oferta más amplia. También que el precio fijo lo que ha conseguido, más que cualquier otra cosa, es la proliferación de papelerías en las que se venden rotuladores y el último best-seller de Dan Brown. Además, ¿qué tienen de especial esos libreros? Si imponen a sus clientes un coste extra, ¿por qué han de existir? ¿En qué se diferencian sus conocimientos a los de los propios clientes que las comunican vía Internet?

Otro motivo que se alega es que así los libros pueden venderse al mismo precio en cualquier punto de España, impidiendo la injusticia que supondría, al parecer, que quien vive en un remoto pueblo deba pagar más que quien vive en ciudad. Es una razón que también se alega en otros bienes y servicios, como por ejemplo el ADSL, y que jamás he llegado a comprender. Vivir en un pueblo tiene ventajas, sin duda, entre ellas que no tienes que vender un riñón y parte del hígado para poder comprar una casa. ¿Por qué vamos a tener que subsidiar otros bienes quienes vivimos en la ciudad? Por otro lado, este es un argumento que podría tener sentido cuando se aprobó en el 75 la ley original. Ahora, existiendo Internet, especialmente si la ley no impidiera que los libros se pudieran comprar a menores precios, no tiene mucho sentido proteger a los lectores rurales a costa de los que viven en ciudad.

Por último, también se arguye que las rentas artificialmente altas que obtienen los editores gracias al precio único les permiten arriesgarse más y publicar títulos que de otra manera no saldrían a la luz. El extraordinario tamaño de nuestra industria editorial parece dar la razón a quienes piensan así. Sin embargo, con el avance de la autoedición tampoco parece que pasar por el embudo de las editoriales vaya a ser imprescindible para publicar. Tampoco parece un gran argumento aducir que gracias a que los consumidores se ven obligados a pagar un sobreprecio, pueden disfrutar de una oferta de libros que no quieren comprar. Y tanto los imperios multimedia nacidos al calor de las editoriales como la integración vertical de los negocios de edición, distribución y venta minorista parecen indicar que esas rentas se han empleado principalmente en otros destinos que nada tienen que ver con el libro minoritario.

Internet y las nuevas tecnologías pueden revolucionar el mercado del libro español como ya lo han hecho en otros. Quién sabe si dentro de unos años nos reiremos de esta ley mientras leemos un libro electrónico descargado de una tienda en Honolulú en un dispositivo que se pueda doblar y que permita leer sin cansar la vista. Pero, por de pronto, a lo que se apuntan nuestros políticos es a subvencionar a los productores de libros a costa de los consumidores. Y luego dirán que lo hacen para "fomentar la lectura". Encima.

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