El sistema público es un instrumento que ata a quienes entran en él. Obliga a que unos carguen con otros.
Una de las tareas del nuevo Gobierno será el de enfrentarse, otra vez, a un problema llamado ‘pensiones’. Ya se apuntan algunas soluciones, como compatibilizar el trabajo con la pensión o crear nuevos impuestos.
Sin embargo, el problema no es sólo que, económicamente, el intervencionismo estatal y el Estado del Bienestar hayan fallado una vez más y no ofrezcan lo que prometen. Tampoco que el sistema de reparto público de pensiones sea un fraude piramidal al más puro estilo Madoff. Aunque no se precarizaran reiteradamente, aunque no tuvieran una nula rentabilidad o no fueran ineficientes e inviables económicamente, las pensiones públicas continuarían siendo un problema porque han sido, y son, un poderoso instrumento político creado con fines financieros, de control y de fortalecimiento del sistema estatal de servicios públicos obligatorios.
Los fines financieros eran más claros cuando se implantaron este tipo de sistemas de previsión social. Como argumenta el profesor Miguel Anxo Bastos de la Universidad de Santiago de Compostela, el sistema público de pensiones es un impuesto perfecto. En sus inicios, se creó de tal modo que hubiera muchos contribuyentes para pocos pensionistas (la edad de jubilación, por ejemplo, en el sistema de pensiones que implantó Roosevelt se fijó en 65 años cuando la esperanza de vida era unos años menor). Pero la promesa de que el Estado se ocupara de la vejez y de aquel momento vital en que uno no podía valerse por sí mismo era una poderosa ficción para aplicar un impuesto que recaudara mucho sin oposición social.
Una propaganda y un lenguaje orwelliano que viste el impuesto como un ‘seguro’. Nada más lejos de la realidad: es un impuesto a fondo perdido, financiado a través del mayor tributo de nuestro sistema fiscal (las cuotas a la Seguridad Social) o de la recaudación de otros impuestos, presentes o futuros (deuda). Cantidades extraídas a los contribuyentes que se esfuman ipso facto en las pensiones de hoy (no en la de los «asegurados») y cuyas contraprestaciones son modificadas a discreción y arbitrio del político de turno encaramado en el poder. Dicha modificación de las condiciones contractuales es una conducta que reprocharíamos, con justicia, a cualquier entidad bancaria, empresa o profesional que la siguiera, por estafa, pero de la que el Estado, por ser democrático, está moralmente inmune.
Pero además de esta deficiente vestimenta de previsión social, uno de los objetivos del sistema es, precisamente, que todos lo usen. El sistema público es un instrumento que ata a quienes entran en él. Obliga a que unos carguen con otros. «Solidaridad», gusta llamarse, que no es más que un esquema que impone la dependencia, no sólo intergeneracional (que es la más obvia), sino de todos con respecto al Estado. En lugar de que cada uno cree, individual y libremente, un fondo para su retiro, una propiedad y patrimonio gracias a su esfuerzo o pericia, se obliga a que no se cree ningún tipo de riqueza sino un derecho concedido por el político a cobrar en el futuro algo indeterminado. No contribuimos para nuestra pensión, pues no es nuestra, no existe, desapareció tan pronto como llegó a las arcas del Fisco.
De este modo se garantiza que los individuos participen más en el entramado de servicios estatales, es decir, se garantiza el poder e influencia del Estado y se elimina la libertad de elección sin oposición social. No en vano, el creador del sistema, el totalitario Otto Von Bismark, afirmó en 1881: «Quien tiene una pensión para su vejez es mucho más contenido y mucho más fácil de manejar que uno que no tiene tal perspectiva.»
El problema es que obligar a que las relaciones humanas se basen únicamente en la solidaridad es absurdo, e imposible por contradictorio (no existe una solidaridad impuesta). Eliminar la posibilidad de que las personas se organicen cooperativamente (altruistamente o con ánimo de lucro) para proveerse y garantizarse una vejez en condiciones (como, de hecho, surgió la institución del seguro) crea un sistema con incentivos perversos. Por ejemplo, los pensionistas son vistos como un claro caladero de votos que comprar, determinante a la hora de ganar elecciones, como le ocurrió a Aznar en las elecciones que perdió. Y los pensionistas, a su vez, se ven obligados e incitados a ser una clase extractiva de la sociedad para garantizarse unas precarias pensiones que no son, ni de lejos, lo que han llegado a sufragar vía impuestos a lo largo de su vida.
Y es que, al igual que existe una intervención en el mercado laboral que dicta qué salario mínimo, vacaciones, indemnización, etc., debemos percibir si somos empleados, también es el político que detenta el poder quien decide qué debemos cobrar en la vejez, viudedad, etc. Algo que puede hacer por la misma razón que diseña qué deben aprender nuestros hijos en la escuela. Que el Estado se ocupe de la vejez es tan embellecedor como que se ocupe de la educación de nuestros hijos. Son áreas que lavan la cara a la colectivización obligatoria y justifican el enorme poder y tamaño del Estado actual.
Por tanto, por mucho que haya tardado en formarse el Gobierno o por muchos Pacto de Toledo que se alcancen, en la medida en que las soluciones que el nuevo Parlamento pasen por sufragar en mayor medida las pensiones con impuestos (nuevos, actuales o futuros) se reiterará en el error (las pensiones públicas son un impuesto) y no se abordará todo el problema: la politización de nuestras pensiones.