Si algo han demostrado las pruebas de solvencia realizadas a la banca europea durante estos años de crisis es, sin duda, su absoluta inutilidad a la hora de estimar de forma fidedigna y certera las necesidades de capital y, por tanto, la auténtica solidez de las entidades financieras de la Zona Euro en caso de graves dificultades económicas. En 2009, tras la histórica quiebra de Lehman Brothers y en medio de la mayor tormenta global desde la Gran Depresión, los 22 bancos examinados por los reguladores comunitarios aprobaron sin mayor dificultad los test de estrés, ya que ninguno bajaba del ratio de capital mínimo exigido en el escenario adverso (6% de Tier 1).
Un año más tarde, coincidiendo con el inicio de la fatídica crisis del euro, el análisis se extendió a 91 entidades y el resultado, en líneas generales, siguió siendo muy favorable para el sector. Entonces sólo suspendieron siete –cinco cajas españolas, un banco alemán y otro griego–, pero lo más relevante es que las entidades nacionales, en teoría, apenas precisarían una inyección extra de 2.000 millones de euros en capital para garantizar su solvencia ante el peor escenario, una factura ridícula en comparación con el coste que, hasta el momento, ha supuesto el rescate público de las cajas (más de 50.000 millones).
Por si fuera poco, dichas pruebas fueron superadas por los bancos irlandeses y el resto de bancos griegos, cuya quiebra –explícita o implícita– aconteció poco después. Si a ello se suma que en 2011 únicamente suspendieron ocho bancos europeos pero ninguno español y escasos meses después el Gobierno de Mariano Rajoy tuvo que pedir a la UE un crédito extraordinario de 41.000 millones de euros para auxiliar a casi la mitad del sistema financiero nacional, es evidente que la credibilidad de las famosas pruebas de estrés es, simplemente, inexistente, tal y como se alertó desde estas mismas páginas.
¿Por qué los test publicados el pasado domingo deberían ser diferentes? En esta ocasión, el número de entidades suspendidas asciende a 13 y el déficit de capital ronda los 10.000 millones de euros, pero, una vez más, el citado examen adolece de graves problemas estructurales que, por desgracia, arrojan serias dudas acerca de los resultados obtenidos. A primera vista, destacan, sobre todo, tres errores o, mejor dicho, trampas ideadas para ofrecer una imagen distorsionada acerca de la verdadera solvencia de la banca europea en caso de que vengan mal dadas. Así, uno de los principales defectos tiene mucho que ver con el tan citado "escenario adverso", es decir, el cuadro macroeconómico más pesimista que dibujan los reguladores comunitarios. Si el objetivo último de este análisis es conocer el grado de vulnerabilidad de la banca ante el azote de una nueva tormenta perfecta en la Zona Euro, su utilidad carece de sentido en caso de que se limite a medir el posible impacto de una simple marejada sobre los balances bancarios.
El "escenario adverso" de los test de estrés es, en general, bastante complaciente. En el caso de España, por ejemplo, se prevé que el PIB apenas retroceda un 1% en 2015 (-1,4% en la Zona Euro), con una tasa de paro enquistada en el 27% y una caída adicional del 9% en el precio de la vivienda hasta 2016. Así pues, nada especialmente catastrófico, más allá de prolongar la trágica agonía que sufre el país. De hecho, ni siquiera contempla el riesgo de deflación (caída sostenida de precios), a pesar de ser una de las habituales excusas que emplean los Estados miembros y el propio Banco Central Europeo (BCE) para reclamar nuevas medidas de estímulo fiscal (más gasto) y monetario (más liquidez). En el peor de los casos, la inflación en la Zona Euro se situaría en el 0,6% en 2015 y el 0,3% en 2016. Por último, ni siquiera contempla un recrudecimiento sustancial de la crisis de deuda soberana que estalló en el seno de la Unión en 2010, ya que el pronóstico más agorero a este respecto es que la rentabilidad del bono español a 10 años repunte hasta el 5,5% el próximo año y el 5,6% el siguiente, lejos del 7% que llegó a alcanzar en 2012. Es decir, el temido "escenario adverso" sería, en todo caso, mucho más suave que la larga recesión y las fuertes tensiones financieras sufridas hace poco más de dos años.
Otro factor de incertidumbre son los habituales maquillajes contables que protagoniza la banca con el beneplácito de Gobiernos y reguladores. A este respecto, basta señalar que, gracias a un real decreto, el sistema financiero español contabiliza como capital de máxima calidad unos 30.000 millones de euros en activos fiscales diferidos (DTA), cuya exclusión habría reducido el Tier 1 medio de la banca desde el 9,1 al 7,1%, con la consiguiente dificultad que tendría más de una entidad para superar el citado examen.
Más allá de estas y otras argucias, uno de los aspectos más preocupantes es que la deuda pública sigue contando para los reguladores como un activo de máxima calidad, a pesar de que la Zona Euro sigue inmersa en una profunda crisis soberana de inciertas consecuencias. Es cierto que los test aplican precios de mercado a la deuda incluida en las carteras de negociación (bonos que se ponen a la venta), pero su volumen es muy reducido en comparación con la que figura en sus balances hasta vencimiento, y cuyo riesgo de impago, prácticamente, se descarta. En concreto, la banca de la Zona Euro poseía cerca de 1,75 billones de euros en deuda soberana a cierre de 2013, equivalente al 5,7% del total de sus activos.
Estas tenencias se han disparado un 25% (355.000 millones extra) desde que el BCE inició sus manguerazos de liquidez a finales de 2011, especialmente entre los países más débiles de Europa, como bien refleja el caso de las bancas italiana (+62%), portuguesa (+52%) y española (45%). El sector financiero ha triplicado en España e Italia su exposición crediticia a los bonos soberanos desde 2008. En Italia, con una exposición de 407.000 millones de euros, y España, con 297.000 millones, casi el 10% de los balances bancarios está invertido en deuda pública, y ésta, además, se concentra en bonos nacionales (75% y 70% de estas carteras, respectivamente), con lo que el riesgo es, si cabe, mayor debido a la baja calidad de estos activos.
Desde que comenzó la crisis económica, la deuda pública en el conjunto de la Zona Euro ha subido desde el 66 hasta el 93% en 2013, aunque el incremento más sustancial corresponde a la periferia europea: en Grecia se mantiene en el 175%, en Portugal e Italia ronda el 130%, mientras que en España roza el 100%, y nada indica que esta peligrosa tendencia se vaya a revertir a corto y medio plazo, sino más bien al contrario. Si se tiene en cuenta que el mundo desarrollado ostenta hoy el mayor nivel de endeudamiento público desde la II Guerra Mundial, que la deuda en manos de extranjeros alcanza un récord histórico, que el número de reestructuraciones soberanas desde 1950 asciende a 600 casos en un total de 95 países –con deudas inferiores a las de España e Italia–, que la opinión pública del sur de Europa rechaza frontalmente la austeridad pública, que el populismo de reciente cuño aboga por impagar la deuda y que, además, Alemania no está por la labor de pagar la factura de otros, contabilizar dichos bonos como activos de bajo riesgo es una insensatez y una grave temeridad, equiparable tan sólo a la inversión inmobiliaria en tiempos de la anterior burbuja.