El TTIP no rebaja las regulaciones sino las trabas, o más bien algunas trabas, al libre comercio.
Leí hace un tiempo esta noticia: «Barcelona se opone al pacto de libre comercio entre EEUU y la UE». ¿Toda Barcelona rechaza la libertad? Pues claro que no.
Los políticos del Ayuntamiento de Barcelona votaron para declarar la capital catalana ciudad contraria al Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos. La iniciativa de Barcelona en Comú, ERC y la CUP sumó 19 votos; CiU y el PSC se abstuvieron, y Ciudadanos y PP votaron en contra. Está claro, entonces, que no es «Barcelona» la que se opone a la libertad, sino una parte de sus autoridades.
Ahora veamos las razones del Gobierno municipal. Hay que recordar que su página web está encabezada por esta inscripción: «Gobierno abierto. Gobernar con las personas». ¿A que es bonito? Muy bonito. El problema es explicar por qué Ada Colau y sus secuaces quieren hacer lo contrario de lo que proclaman, es decir, quieren tener un Gobierno cerrado y quieren gobernar contra las personas, impidiéndoles comerciar con más libertad que antes.
Leí que la oposición al TTIP se fundamenta en «la defensa de los servicios públicos básicos para la solidaridad y la redistribución social». Esto es extraño, porque la mayor libertad para comerciar no implica el fin de los servicios públicos: esa enorme coacción sobre los ciudadanos, adornada con bellos títulos como solidaridad, no está, por desgracia, en riesgo. Y los mecanismos coercitivos que llevan el engañoso nombre de redistribución social (es obvio que no es social, sino política) son compatibles con economías más abiertas, como lo prueban los países nórdicos, con mercados libres y a la vez Estados voluminosos y redistributivos.
Otro argumento del Gobierno municipal de Ada Colau para oponerse a la libertad es que
la liberalización del comercio implicaría una rebaja de las regulaciones que protegen los derechos de la ciudadanía en ámbitos como el consumo, el trabajo o el medio ambiente.
Nuevamente, se trata de una fantasía, por partida doble. En primer lugar, porque el TTIP no rebaja las regulaciones sino las trabas, o más bien algunas trabas, al libre comercio. Y en segundo lugar, porque la creencia en que dichas trabas protegen a las personas, al empleo y al medio ambiente, es algo más que dudoso.