No es casualidad que dicha etapa haya coincidido, precisamente, con el triunfo del pensamiento liberal, tanto a nivel político (democracia parlamentaria) como económico (capitalismo). Hasta anteayer el hombre no era dueño de su destino, hoy, sin embargo, goza del mayor grado de libertad conocido hasta el momento.
Pese a ello, el libre mercado, cuyo eje esencial gira en torno a la figura del empresario, sigue siendo un concepto ampliamente vilipendiado y combatido desde numerosos frentes. Este ataque constante deriva, quizás, de su incomprensión. Y es que, por absurdo que pueda parecer, el socialismo –de todo color político– concibe aún hoy la riqueza como algo dado, al estilo de una tarta inamovible cuyo reparto "justo", a través de la redistribución, ha de ser ejercido por el todopoderoso poder político.
La realidad, sin embargo, es bien distinta. Vivimos en un mundo caracterizado por la escasez, no por la abundancia. De ser así, se trataría de una especie de paraíso en el que todas las necesidades estarían cubiertas de principio a fin. La escasez, por el contrario, obliga al hombre a actuar para tratar de alcanzar sus propios fines, empleando para ello determinados medios (recursos) limitados por naturaleza. Ahora bien, ni medios ni fines están dados sino que están en constante evolución, cambio y transformación.
Y es justo aquí donde la figura del empresario cobra pleno sentido. El término empresa deriva etimológicamente del verbo latino in prehendo –endi -ensum, que significa descubrir o darse cuenta de, mientras que la expresión latina in prehensa conlleva la idea de acción. Es decir, empresa es sinónimo de acción y, por tanto, empresario es cualquier persona que actúa para alcanzar sus propios objetivos. Y puesto que fines y medios no están dados, su función esencial es, precisamente, crear o descubrir cuáles son los fines y medios relevantes para el actor en cada circunstancia de su vida.
La esencia de la función empresarial no consiste, pues, en asignar unos medios dados a fines también dados de forma óptima, sino en descubrir nuevos fines y medios haciendo uso de la innata creatividad de la que goza el ser humano. Esta idea resulta esencial para entender la economía en su verdadera amplitud: la búsqueda constante de nuevos fines y medios por parte del hombre para ir creando, paso a paso, un futuro cada vez mejor; y no, como muchos creen, una ciencia dedicada en exclusiva a una mera cuestión técnica para asignar unos recursos dados de la mejor forma posible.
Pero la aplicación y extensión de tal creatividad humana depende, a su vez, del particular contexto político, económico y social en el que opere cada individuo. Es evidente que el hombre, entendido como empresario, no puede actuar de igual forma en Cuba o Corea del Norte, regímenes totalitarios, que en EEUU o Hong Kong, economías regidas por el libre mercado y el respeto a la propiedad privada.
Los distintos marcos jurídicos, políticos e institucionales limitan en mayor o menor medida la creatividad empresarial y, por ende, el desarrollo económico. El libre mercado es, en esencia, un marco institucional que permite al empresario perseguir libremente sus fines y, de este modo, poder obtener beneficios mediante la satisfacción de necesidades ajenas. Ése y no otro, el logro de una ganancia, siempre subjetiva, es el incentivo que mueve al hombre a actuar en todos los ámbitos de su vida. Y, a su vez, aceptar el concepto de beneficio supone asumir la legitimidad irrevocable de la propiedad privada.
Por el contrario, impedir o restringir esa innata función empresarial conlleva el efecto contrario, con el consiguiente empobrecimiento y estancamiento económico. El socialismo o colectivismo rechazan de plano estos principios básicos que posibilitan la creación de riqueza. Reducir el libre mercado es limitar la creatividad humana y borrar de un plumazo los incentivos que permiten generar un futuro más próspero y mejor para todos.