El cine es un derecho de los ciudadanos. Por tanto, los ciudadanos deben pagarlo. Esas son las reivindicaciones con que los profesionales de la subvención nos aburren gala tras gala de los Goya. Como además se dedican a insultar con fruición a una buena parte de su audiencia potencial, cada vez son más quienes piden sin éxito a los Gobiernos que hagan el favor de, cuando menos, poner una equis en la declaración de la renta para que se pueda objetar. Pero lo cierto es que tampoco hay tanta diferencia entre los caraduras del cine y los demás, que somos todos.
Vivimos en una época de inflación de derechos. Una organización a la que pertenezco, la Asociación de Internautas, ha batallado a favor de que la banda ancha sea considerada un derecho. Y lo peor es que lo ha conseguido. Cuando algo que no existía hace poco más de una década se transforma en derecho, ¿no hay nadie que se detenga a pensar si estamos haciendo algo mal? Tenemos derecho a la vivienda, a la educación, a la salud, hasta al paisaje. Estamos llegando al punto en que tendremos derecho a todo lo que no esté prohibido.
Cuando se califica algo de derecho se producen principalmente dos efectos:
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Se incentiva la irresponsabilidad. Si tenemos derecho a algo, nos lo tienen que dar, hayamos hecho algo para merecerlo o no. Así, tenemos a toda una vicepresidenta esforzándose por soltar la lagrimita mientras reclama el derecho a equivocarse, que al parecer consiste en que podamos comprar una vivienda que no nos podemos permitir sin sufrir las consecuencias de tan temeraria decisión. Ada Colau va un paso más allá y cree que ni siquiera ha existido equivocación, sino que la hipoteca era una obligación –de la que ellamilagrosamente quedó exenta– y, por tanto, quienes la firmaron forzados no deberían cumplir los términos del contrato.
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Se diluye la importancia de los derechos de verdad, los que garantizan que puedas vivir la vida que elijas sin esclavizar a los demás en el proceso. El derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, que decía la Declaración de Independencia, y que el pobre Toni Cantó negó a los animales. Estos derechos son violados sistemáticamente a fin de garantizar, naturalmente sin éxito, todos esos otros derechitos que nuestros políticos han inventado o adoptado por todos nosotros. Y no sólo nos parece bien: es que nos indigna que haya quien pueda llegar a discutir que destinar su tiempo y dinero a lo que él prefiera, cuente o no con la aprobación del vecino, es un derecho que está por encima del de enfrente a destinar el tiempo y dinero de los demás a lo que a él más le guste.
El problema del cine es que ha pretendido que esta forma de pensar, mayoritaria en España, es potestad exclusiva de la izquierda, quizá por el monocultivo ideológico en que vive. Pero en lo demás no se diferencia nada de la industria de las renovables o de los empleados públicos –sean periodistas, profesores o médicos–, que convierten en derecho inalienable lo que no es más que un privilegio circunstancial.
Lo importante en este país socialdemócrata no es lo que hagas, ni la coherencia entre palabra y obra. Da lo mismo que dediques un premio a quienes "han perdido su casa" dos años después de protagonizar un anuncio de hipotecas o que clames contra un "sistema injusto que permite robar a los pobres para dar a los ricos" cuando vives del dinero que pagan por obligación personas mucho más pobres que tú vía impuestos. Tampoco importa que aplaudas las mamarrachadas antisistema de Colau mientras haces anuncios para el Banco Sabadell. Lo importante es tener el corazón en el sitio justo. Y que sangre mucho y muy públicamente por los demás. Bayona, ahí nos has fallado.