Son muchas las apasionantes novedades que la reforma educativa en ciernes permite atisbar, pero yo me quedo con el reconocimiento del sagrado derecho de los educandos a hacer novillos colectivos, siempre que la decisión ostente el marchamo democrático de haber sido adoptada por mayoría, aunque no se aclara si ésta deberá ser absoluta, cualificada o simple. Desde que nos gobierna el señor ese que sonríe tanto, todas las minorías secularmente oprimidas ven por fin reconocidos sus derechos fundamentales. Gracias al socialismo de "derechos", también los ceporros estructurales, liberados del yugo académico, podrán por fin gozar de su burricie al aire libre con sólo levantar la manita a la hora del voto (y pobre del que no la levante, claro).
La cuestión adquiere tintes de tragedia cuando a los padres no se les permite ejercer su derecho constitucional a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. De ser así huirían de estampida de la educación pública, y los psicopedagodos y demás logsócratas tendrían que empezar a ganarse la vida honradamente. Ahí están las listas de espera en los centros concertados, de dimensiones castristas, para demostrarlo. Lo peor es que el mal está tan extendido, que ni siquiera en las comunidades gobernadas por el PP uno puede elegir el tipo de educación que quiere que se le proporcione a sus hijos con sus impuestos. Hace unos tres años, por ejemplo, cuando buscábamos infructuosamente colegio para nuestro primer hijo, un alto cargo de la Consejería de Educación afirmaba textualmente en la prensa regional que “la misión de la Consejería no es aumentar las plazas concertadas sino fomentar la educación pública”. Ningún marxista lo hubiera expresado ni mejor ni con más contundencia.
"Hay motivo", por tanto, para acudir en masa a la manifestación del próximo sábado en contra de la LOE y vociferar lo que sea menester. Los altos cargos de la Consejería no hace falta que vayan; su opinión en este asunto ya la conocemos.