Cuando el XVI no se había desplegado plenamente, con los Tudor en el trono, comenzaron a practicarse los cercamientos (“enclosures”), es decir, el cierre de los terrenos comunales y su conversión en tierras privadas puestas a la venta en pública subasta. Estos terrenos fueron reviviendo a medida que iban perdiendo su carácter comunal para pasar a formar parte de la propiedad de un particular. ¿Por qué es esto así?
La razón es lo que se ha llamado “La tragedia de los bienes comunales”, en feliz expresión de Garret Hardin. “Lo que es del común es del ningún”, que dice sabiamente nuestro refranero. Lo que ocurre en los bienes comunes es sencillo. Cualquier esfuerzo, cualquier coste por mejorar su rendimiento recae al ciento por ciento en quien lo realiza, mientras que el beneficio de esa mejora no va a él por completo, sino que sólo se llevará una fracción, ya que se divide entre todos. Mientras que si uno toma de ese recurso común, el beneficio para él de aprovecharse es del ciento por ciento, mientras que el perjuicio de ese comportamiento para el futuro no es todo para él, sino que se diluye entre todos.
En estas condiciones, llevarse todo fruto y no aportar nada para que éste madure o se acreciente es el comportamiento más lógico. Puesto que todos tienen los mismos incentivos, los bienes comunales se quedan esperando eternamente a que alguien dé el primer paso para trabajar en ellos, mientras que todo lo que den de provechoso se sobreexplota sin consideración alguna hacia el futuro, como ocurre con las pesquerías.
Ocurre todo lo contrario en los bienes privados. Todo coste o aporte para la mejora recae en quien las realiza, pero éste se lleva todo el premio, no tiene que compartirlo con otros. Y los costes futuros de la sobre explotación recaen enteramente sobre él, por lo que le interesará evitarla. Así las cosas, cuando un bien comunal pasa a manos privadas, como ocurrió cuando los cercamientos en Inglaterra y Gales (y con las desamortizaciones civiles en la España del XIX), éste parece revivir, adquiere de súbito todo su poder creador que es, en realidad, el de la mano de su nuevo y exclusivo dueño.
En Inglaterra los cercamientos se aceleraron en el XVIII y, paralelo a este desarrollo, se produjo lo que luego se ha llamado por los historiadores “Revolución agrícola inglesa”. Ya en manos privadas, esas tierras se beneficiaron del deseo de sus nuevos dueños de explotarlas de un modo cada vez más provechoso. Pusieron a su servicio la ciencia y la técnica, la mecanización y la rotación de cultivos. Y llevaron sus cosechas a un mercado cada vez más desarrollado y perfeccionado. La producción agrícola se multiplicó, y ello permitió un aumento de la población absolutamente sin precedentes en aquellas islas. A su vez, esta nueva población fue la mano de obra que puso en marcha las nuevas industrias del XVIII y XIX.
Fue así como los cercamientos dieron lugar a la revolución agrícola y esta a la industrial. La envidiable posición económica de Gran Bretaña y la paulatina pero imparable mejora económica del pueblo británico en aquellas décadas, que asombraron al mundo y le mostraron el camino, tienen una deuda con la disolución de las tierras comunales y la incorporación de estos terrenos a la red de bienes privados.