Los ecuatorianos no están apostando por un cambio de gobierno. Se están jugando la libertad.
Son cinco: Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador. Se trata del núcleo principal de los países del Socialismo del Siglo XXI. Tienen estructuras económicas diferentes y sus gobiernos manejan el aparato productivo de diversas maneras, pero coinciden en un aspecto esencial: han llegado al poder para quedarse permanentemente. La alternancia en las tareas de gobierno les parece una majadería burguesa a la que no están dispuestos a someterse aunque tengan que retorcer las leyes o cometer cualquier fraude.
La dictadura cubana, que hace 58 años se apoderó del país a cañonazos, declaró en su Constitución que el partido comunista es el único permanentemente autorizado para organizar la sociedad y sanseacabó. No hay nada que debatir. Cualquier vestigio de pluralismo es ilegal y quienes manifiestan su inconformidad con esa uniformidad contra natura son gusanos al servicio del imperialismo que pueden y deben ser extirpados. Por eso asesinaron a Oswaldo Payá.
Los otros cuatro países, obligados por la vía pacífica y electoral con que accedieron al gobierno, juegan a la fantasía de la democracia liberal, con libertades, separación de poderes y elecciones periódicas, pero tampoco creen en esos elementos y están dispuestos a saltarse a la torera estas formalidades de poca monta, o en convertir las instituciones de la democracia en instrumentos de la tiranía.
Es lo que acaba de suceder en Ecuador. El primer malabar indigno fue fijar la mayoría en el 40% de los votos. Eso lo hicieron para adaptar los comicios al techo del partido de gobierno y no arriesgarse en una segunda vuelta o balotaje. La mayoría, si Pitágoras no nos tomó el pelo, es la mitad más uno de los sufragios. Todo lo que no sea esa manera de contar es un subterfugio contrario a la decencia y al sentido común.
Pero como la resistencia a Rafael Correa va in crescendo, porque más de medio país está cansado de sus bravuconadas, y porque la situación económica de Ecuador es peor cada día que pasa como consecuencia de la corrupción y del aumento exponencial del gasto público, se hizo evidente que el gobierno no llegaría al 40% de los votos, lo que significaba que habría segunda vuelta.
Fue en ese punto en el que Rafael Correa y su ministro de Defensa, Ricardo Patiño (el hombre de Cuba), decidieron alterar los resultados para exceder el tramposo porcentaje del 40. Para ese fin les servía magníficamente la retórica revolucionaria. El valor de la revolución y el destino glorioso de la patria socialista estaban por encima de la voluntad mezquina de una mayoría coyuntural que en el futuro les estaría agradecida. ¿Qué importancia tenía alterar unas décimas de punto el resultado electoral si estaba en juego el destino de la revolución?
Afortunadamente, no pudieron llevar a cabo sus planes por la vigilancia del general Luis Castro Ayala, dado que la Constitución convierte a las FFAA en garantes de las elecciones. Cuando se perdió la llamada cadena de custodia (el traslado de los votos al Consejo Nacional Electoral), el militar comprendió que se preparaba un fraude, se negó a ser cómplice de esa desvergüenza y le salió al paso.
Castro Ayala salvó la voluntad popular y pasó a la Historia como un hombre de honor, pero le costó el cargo. Correa, pese a declarar su amistad con el general, y proclamar, con cierto cinismo, su «profundo dolor» por lo que hacía, lo cesanteó y se las arregló para colocar al frente de las Fuerzas Armadas a militares que respondían a su línea ideológica, que es también la de Patiño.
Los ecuatorianos volverán a las urnas. Para ganar, y para que no les roben las elecciones, necesitan contar con dos factores fundamentales. El primero es el inequívoco y entusiasta respaldo de todos los demócratas a la candidatura del opositor Guillermo Lasso. El segundo es estar dispuestos a defender sus votos con los dientes y las uñas, porque el Socialismo del Siglo XXI es capaz de cualquier canallada para mantenerse en el poder.
Una última y melancólica observación: como esos socialistas –que nada tienen que ver con los socialdemócratas europeos– están dispuestos a cualquier atropello con tal de prevalecer, si logran imponerse por las malas acelerarán el camino hacia la tiranía, como hemos visto en la Venezuela de Maduro. Los ecuatorianos no están apostando por un cambio de gobierno. Se están jugando la libertad. La democracia tiene fecha de caducidad en el país: el 2 de abril. A partir de esa fecha puede caer la noche para siempre.