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Los enemigos de los trabajadores

Publicado en Libertad Digital

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La realidad es muy distinta. La finalidad de los sindicatos es matar la economía, esto es, la destrucción de la prosperidad que favorece el sistema de libre mercado y de división del trabajo. Y es que, como atinadamente resume el economista George Reisman, los sindicatos son "básicamente organizaciones parasitarias que medran únicamente saqueando y en última instancia destruyendo las empresas que controlan. Su objetivo básico es forzar que se paguen mayores salarios por trabajos cada vez más reducidos y menos productivos". La antieconomía: producir cada vez menos y consumir más. Extraña ecuación que sólo encaja porque la diferencia entre una producción menguante y un consumo creciente se salda socavando la riqueza acumulada en un país hasta que se agota; aquello de comerse incluso las patas de la gallina de los huevos de oro.

Así pues, la implantación de las prescripciones de los parasitarios sindicatos sólo terminan en un punto: con la muerte del huésped, esto es, con la descapitalización de la empresa que los sufría. Y sin empresa no hay trabajadores ni derechos del trabajador que valgan; que se lo digan a General Motors y a sus empleados.

Merece la pena tener esto presente cuando en días tan mediáticos como hoy se escuchan sus propuestas para salir de la crisis: huir del capitalismo, no abaratar el despido, aumentar los salarios, subir los impuestos, incrementar el gasto y la deuda pública y obligar a los bancos a que expandan el crédito. Recetario que nos arrojaría, más aún si cabe, al abismo. Algunos parecen entusiasmados con las proclamas ideológicas de Zapatero del estilo "la salida de la crisis será social o no será", trasunto de aquellos apolillados "comunismo o muerte" que siempre concluían con muerte; también ahora, porque "no será". Hágase injusticia aunque perezca el mundo.

Sería inútil explicarles a esto retrógrados que precisamente porque se está incrementando la deuda pública los bancos están dejando de prestar dinero a las empresas o que negarse a abaratar el despido y aumentar los salarios equivalen a condenar a determinados trabajadores al ostracismo laboral. Incluso economistas tan antiliberales como Paul Krugman saben que el tejido empresarial español no sobrevivirá sin reformas que abaraten sus costes.

Y sería inútil porque los sindicatos españoles ni viven de mejorar la vida de los españoles, ni de los trabajadores, ni siquiera de sus afiliados. Explotan algo tan capitalista como es una marca: la marca del sindicalismo, del miedo y la amenaza contra las compañías que se nieguen a plegarse a su chantaje. Hablan de "paz social" o de "diálogo social" sólo para advertir que ellos están legitimados para iniciar la "guerra social". Su influencia y sus subvenciones son un peaje que los políticos españoles les pagan puntualmente para garantizar su comportamiento cívico; es decir, para evitar que salgan a la calle a violar los derechos de los demás ciudadanos. Extraño Estado de derecho aquel en el que unos se arrogan el derecho a chupar del bote a cambio de respetar el Código Penal.

Puede que con Zapatero sea imposible la reforma laboral. Pero sin duda con la presencia institucional y los privilegios que ostentan los sindicados españoles, ningún político se atreverá más que a parchear uno de los mercados de trabajo más rígidos y anquilosados del mundo. Con semejantes moscardones ejerciendo de lobby para hundir la economía, complicado panorama tenemos por delante.

No estaría de más que antes de seguir escupiendo prejuicios los sindicatos recordaran cuál ha sido hasta la fecha el saldo para los obreros de las políticas que propugnan y que tan diligentemente ha aplicado el PSOE: cuatro millones de parados. Que luego se atrevan a repetir sin que les tiemble la cartera que son los defensores de los trabajadores.

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