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Los errores de Sala-i-Martin sobre el oro

Publicado en Libertad Digital

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En cierta medida, una crisis económica implica también una crisis de esa sabiduría convencional (todos los agentes económicos actuaban dentro de unos patrones que han degenerado en errores colectivos), por lo que no suele estar de más poner en cuarentena ciertos supuestos avances teóricos que más bien podrían ser degeneraciones generalmente aceptadas de auténticos avances anteriores.

En su grupo de Facebook, Sala-i-Martin ha colgado una crítica al patrón oro como sistema monetario. Aunque recurre a numerosos argumentos auxiliares, algunos más acertados que otros, su tesis básicamente podría resumirse en dos puntos: 1) la tecnología y las finanzas han vuelto al oro obsoleto; 2) el oro es un mal sistema de regulación de la política monetaria y fiscal.

Analicémoslos con mayor detalle.

La obsolescencia del oro

Según Sala-i-Martin, utilizar el oro como medio de cambio –tal y como, en su opinión, defienden los economistas austriacos– pudo tener cierta lógica durante los últimos 5.000 años, pero hoy el dinero electrónico permite hacer transacciones con más rapidez.

De entrada, el economista catalán recurre a una cierta deformación de las ideas ajenas, en particular de las austriacas. Puede que la teoría monetaria sea uno de los ámbitos en que los que se consideran austriacos más hayan escrito… y discrepado. Sin embargo, no creo que ninguno de ellos pretenda que todas las transacciones de una economía se lleven a cabo mediante monedas de oro. En esencia, porque esto jamás ha ocurrido en una sociedad relativamente moderna, en las que el billete y el depósito bancario sustituyeron bien pronto al metal amarillo como medio de cambio.

Lo que los austriacos proponen es que los medios de cambio sean convertibles en oro; es decir, que yo pueda acudir a la ventanilla de un banco y exigir una cantidad fija del mismo. Ahora bien, que todos los pasivos bancarios sean convertibles en oro no significa que haya que limitar la emisión de billetes a la afluencia de más oro (como ingenuamente exigía la Peel Act) para restringir rígidamente la oferta monetaria. Es un elemento de disciplina microeconómico frente a las expansiones crediticias descontroladas.

Y es que, como dice acertadamente Sala-i-Martin, el oro sería un medio de cambio bastante malo. Como él mismo destaca, ni siquiera el papel moneda es hoy un buen medio de cambio; prácticamente la totalidad de las transacciones se efectúan a través de una cámara de compensación, en las que, por ejemplo, yo pago mis deudas con mis créditos frente a otros agentes económicos. En las cámaras de compensación de todo el mundo se efectúan a diario intercambios por valor de billones de dólares sin que se mueva casi ningún billete.

Ahora bien, las cámaras de compensación son sólo medios de cambio: no me permiten conservar mi valor a lo largo del tiempo. Dicho de otra manera, el importe de los créditos y de las deudas de igual vencimiento nunca coinciden en una sociedad; tras liquidar unos y otros, queda un saldo neto (de pequeña cuantía) que sólo puede liquidarse con dinero. ¿Qué función cumple ahí el dinero? Trasladar mi consumo al futuro: dado que he aportado más valor a la sociedad (créditos) del que quiero retirar (deudas), el neto me lo guardo para orientar las líneas productivas futuras y consumir algo que sí encaja con mis preferencias (de ahí que el dinero vuelva a su tenedor soberano en el mercado).

Y aquí entramos en la función esencial del dinero, la de depósito de valor. Sala-i-Martin cree que el dinero (sea cual sea) es un mal depósito de valor, ya que el individuo puede ahorrar en activos alternativos, como los bonos, las acciones o la vivienda, que no sólo conservan el valor a largo plazo, sino que lo incrementan. Pero aquí el profesor confunde la inversión con el atesoramiento. El atesoramiento de dinero (la tesorería de las empresas o las cuentas corrientes de las familias) sirve para mantener una posición de liquidez a lo largo del tiempo; la inversión, para incrementar el capital a lo largo del tiempo, pero a costa de empeorar la posición de liquidez.

Simplemente, si tengo el dinero en caja para hacer frente a cualquier contingencia, no puedo tenerlo a la vez inmovilizado en activos que maduran a largo plazo. De hecho, esta confusión entre el vencimiento de los activos y los pasivos (lo que, en definitiva, se ha traducido en un deterioro de las posiciones de liquidez de casi toda la sociedad) es la causa de la crisis actual, que nuestro patrón de dinero fiduciario no ha hecho sino agravar.

Mal regulador de la política monetaria y fiscal

Con todo, la crítica esencial que hace Sala-i-Martin al oro es que su cantidad es arbitraria: "Nadie ha demostrado que la cantidad óptima de dinero en la economía es la cantidad de oro que resulta que existe en el planeta tierra". Aquí vuelve a confundir las funciones del dinero como depósito de valor y como medio de cambio.

En cuanto a lo primero, la cantidad absoluta de dinero en una economía es en buena medida irrelevante. Al fin y al cabo, siempre que un bien económico sea muy fraccionable (y el oro lo es), una menor cantidad de dinero siempre será susceptible de atesorar una mayor suma de valor. La propiedad que sí debe cumplir un buen depósito es que su valor sea estable, y para ello lo significativo es que su disponibilidad no sufra grandes alteraciones con el paso de los años. Y el oro también cumple esta propiedad: todo el que se ha extraído en la historia de la humanidad sigue estando sobre la faz de la tierra; por tanto, su tasa de variación anual es lo suficientemente baja (en torno al 1,5%) como para no sufrir oscilaciones súbitas.

Otra cuestión es que la cantidad de dinero sea irrelevante para cumplir su función como medio de cambio, que no lo es. En efecto, el dinero ha de facilitar los intercambios, por eso su cantidad debe ser elástica, para adaptarse, como decían en el s. XIX, a "las necesidades del comercio". Este es un punto donde admito que sí existe cierta cerrilidad en algunos economistas austriacos, que se empeñan en que la cantidad de medios de pago en la economía esté limitada por la cantidad de oro. No es una postura unánime, ni mucho menos, pero es comprensible que Sala-i-Martin identifique hoy esa idea con la escuela austriaca (pese a ir contra las ideas monetarias de su fundador, Carl Menger, y de uno de sus más importantes representantes, Friedrich Hayek).

Pero ya he comentado antes que no es necesario guardar un 100% de oro para garantizar la convertibilidad de los billetes y de los depósitos bancarios a la vista que sirven como medios de cambio (mucho menos aún en el caso de las cámaras de compensación). Basta con que los banqueros privados se limiten a incrementar sus pasivos a la vista en función de activos muy líquidos, como pueden ser las letras de cambio de calidad (libradas contra bienes muy altamente demandados, que van a venderse con total certeza en el mercado). Y aquí sí disponemos de una enorme literatura que, si bien no es propiamente austriaca, sí tiene enormes conexiones con ella: la escuela bancaria inglesia (James Tooke, John Fullarton y, en su órbita, Henry Dunning Macleod), la primera escuela de Chicago (Laurence Laughlin y Henry Parker Willis y, en su órbita, William Scott y Benjamin Anderson) y la escuela monetaria alemana (Heinrich Rittershausen, Ulrich von Beckerath y Walter Zander).

Por supuesto, el descuento de letras de cambio de calidad (y otros créditos a corto plazo) no proporciona una regla perfecta que garantice un incremento no inflacionario del dinero, ya que la oferta monetaria pasa a depender del buen juicio y la honradez del banquero privado, de que sólo descuente las letras de cambio de calidad con origen comercial; pero sí es una regla mucho más segura que la monetización de casi todo tipo de activos, tal y como hace hoy la Reserva Federal y los demás bancos centrales. Lo que propone Sala-i-Martin no es que la cantidad de dinero en la economía se gestione con reglas monetarias científicas (como abiertamente declara), sino que casi todos los bienes sean descontables según las circunstancias. Es decir, no propone otra cosa que aplicar al s. XXI el sistema monetario de John Law, para quien todos los bienes en una economía eran igualmente líquidos, y contra los cuales (en especial contra las tierras) podían emitirse medios de pago. No hace falta recordar cómo terminó aquello.

Por último, Sala-i-Martin considera que el patrón oro es un mal mecanismo para conducir la política fiscal, esto es, para restringir los déficits públicos de los Gobierno: "Creer que el patrón oro impide que el Gobierno imprima dinero es ¡no conocer al Gobierno!", dice. Aquí habría mucho que decir, pero en lo esencial tiene razón: no puede existir un sistema monetario público estable si su propietario y garante último, el Estado, es fiscalmente irresponsable. Y esto no sólo sucede con patrón oro, también y especialmente con un sistema fiduciario.

Aun así, la diferencia entre ambos sistemas sigue siendo notable. Bajo el patrón oro, el Gobierno no sólo posee la opción de autorrestringirse a la hora de incurrir en déficit (como sucede hoy con tantos pactos de estabilidad, crecimiento o déficit cero), sino que si quiere endeudarse masivamente tiene que suspender la convertibilidad con el oro y captar unos volúmenes de ahorro que no son tan elevados como con el dinero fiduciario (ya que es mucho más complicado para los bancos endeudarse a corto para adquirir deuda pública). En todo caso, la dependencia del sistema monetario centralizado del Gobierno no es tanto un argumento a favor de un patrón oro centralizado o de un dinero fiduciario centralizado como de la banca libre, que muy previsiblemente tomaría como base el oro.

En definitiva, las críticas de Sala-i-Martin al patrón oro son sólo caricaturas de una teoría monetaria que ya las había analizado y refutado hace 150 años. Pero, tal y como él mismo señala con sorna, será que los austriacos no creemos en la teoría económica…

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